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Cuentos cortos

Ordoñez persigue una mosca

Las aventuras de Ordoñez, el último surrealista

Ordoñez sabía que tenía sus limitaciones, pero eso no le impedía darse cuenta de que la única forma de sobrevivir era buscar el climax, un puntito en el tiempo capaz de aglomerar toda una vida, y proyectarla hacia adentro, y hacia afuera, en una explosión de alegría. Ordoñez sabía que para lograrlo debía predisponerse de una sola manera, lo cual no era tarea fácil, porque esa predisposición debía coincidir con el puntito del climax, más que nada porque el momento llegaría sin aviso previo. Quizás un chispazo de luz en la frente. Había que estar atento, porque Ordoñez sabía que así no quería seguir. Su vida era una vida insulsa, agria y sinsentido, para él y para muchos otros como él. El azar se había sobrepuesto a las consecuencias de sus decisiones, incluso de las más “importantes”. Y él lo sabía. Sabía que para librarse de todo eso tenía que encontrarse cara a cara con la belleza. Ser capaz de reconocer el momento más hermoso de su vida era para Ordoñez de vida o muerte. Él diría más de muerte, porque luego la vida no tendría sentido; yo diría de vida, porque lo conozco, y sé que él odia a los suicidas: “cobardes”, le he oído decir. En lo que sí coincidimos es en lo siguiente: para los dos es inútil la costumbre de la acumulación. No de objetos, porque los objetos siempre te sacan de apuro, sino de momentos. Por arrastre, tampoco creemos en la convivencia. Yo lo he expuesto en una conferencia, y me he ganado mis detractores. En San Francisco una vez me arrojaron una lapicera, por suerte la vi y la esquivé. Me negué a continuar y escapé por la puerta de servicio. Al otro día estaba en casa, tomando unos mates, viendo la lluvia caer. A la noche me acuerdo que me llamó Ordoñez, que había descubierto una canilla en una pared, la había abierto y en lugar de agua salía voz, al principio era una sola, luego eran varias voces superpuestas. Estaba indignado, porque una mosca se le apoyó en la nariz y chau voces. No escuchó más nada. Persiguió a la mosca por calles, ¡hasta por avenidas!, el tarado, y nada. Volvió a su casa en taxi, pero antes se fue a la mía a contarme. Yo estaba escapando de ese público agresivo, pensando en dejar mis pertenencias en ese hotel. Al final pasé rápido, no vi a nadie de la organización, y todo fue más fácil. Esos malditos salían de la sopa. Ordoñez había regresado a la canilla, buscó un fierro y empezó a pegarle. Consiguió llevársela a su casa, toda torcida. Pero completa, que es lo importante. Metió la canilla en un balde con pintura antióxido roja y la colgó de un clavo, como si fuera un cuadro. Pero el motivo de la llamada era otro. Me quería decir que el climax estaba por llegar. No por las voces, porque en realidad no oyó nada concreto, sino más bien por la mosca. La mosca, tratando de escapar de las garras de Ordoñez, empezó a dibujar siluetas en el aire, él cree que esas siluetas formaron una palabra completa: LUZ. No dejó de correr detrás de la mosca porque se cansó, dejó de correr cuando se dio cuenta lo que podía significar esa palabra mágica poniendo orden en su vida, como un sello gigante. Y ahí está el tarado, pasó un día entero esperando el climax, y como no pasó nada, anda presionando los interruptores de su casa, cierra los ojos, luego presiona y abre los ojos en simultáneo, con la esperanza de que al abrirlos el climax se manifieste en forma de… bueno, ni siquiera él sabe. JAJAJ, pobre Ordoñez, se está volviendo loco. Lo último que supe de él es que se quería ir a vivir a Aimogasta, por un tema de luz, por cómo se refreja en la montaña a tal hora del día… ¡Ordoñez, estás loco! Suerte en Aimogasta. ¡Mandame una postal!