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Cuentos cortos

El refugio de los colibríes

a Rafael Arévalo

Faltaba poco para que mi tío Rafael cumpliera sesenta años. Los últimos treinta los había pasado internado en el hospital de salud mental “José Tiburcio Borda”, en Barracas, Buenos Aires. Mi tío Rafael estaba loco. Eso era lo que creían todos. Menos mamá. Ella pensaba en él como un ángel. No precisamente caído del cielo, sino de otro lugar, menos poético y religioso. Un lugar de ranchos de madera y paja, enrarecido por el olor a tierra mojada y excremento de caballo.

―Yo no puedo ir a verlo —me dijo mi madre—. Por eso quiero que vayas vos.

El colectivo salió pasadas las siete de la tarde de la terminal de Villa Mercedes. El cielo había permanecido esponjoso y húmedo durante gran parte del día, con algunas nubes pasajeras. Curiosamente, la temperatura parecía haber ido aumentando, y a la hora del arribo caían unas gotas lentas y empastadas, como el sudor frío de los enfermos.

Una señora gorda, pero hermosa, se sentó mi lado. Me preguntó qué rumbo tenía, textualmente “mi destino”, de la misma manera que lo hubiese hecho una azafata de avión. Yo le dije. Luego me contó algo sobre unos nichos mal ubicados en Chacarita, a lo cual ya no pude responderle con sinceridad, porque con la mirada, a través del cristal, pretendía abarcar la inmensidad de campos que se extendían a los costados de la ruta. Era una maña que había adquirido en tantos años de viaje y que despertaba en mí una gratificante sensación de libertad. Me imaginé saltando el alambre de púas y corriendo encima de esas multicolores plantaciones como un perro feliz. Un niño abrió una ventana y el aire penetró violentamente en el interior del colectivo. “Impuro”, pensé, y hasta creo que lo dije, porque la señora que tenía a mi lado se inclinó rápidamente y me clavó la mirada. Me hice el distraído, pero luego me habló raro. Esto me llamó la atención, porque si hay algo que no hacen las azafatas de avión es alterar su tono de voz. Recordé una vieja película en la que un avión se iba a pique y una bella azafata, fiel a los rigurosos mandatos del protocolo, sugería a los pasajeros que abrochasen sus cinturones de seguridad, sin variar el tono de voz, momentos antes de hundirse en las profundidades del océano. “Hundirse en las profundidades”, pensé. Y lo vi a mi tío Rafael, sentado en un banco de plaza de pueblo, observando las ruinas del fondo de su casa. Y sentí culpa. Lo vi tirado en el abismo de un valle oscuro, y yo subido a un árbol, enfocándolo con una linterna. Los ojos verdes, huidizos y extraviados, parecían buscar explicaciones en la inmensidad de la noche.

Llegué a Retiro a la hora debida. Tomé un taxi y me acomodé en el asiento trasero. Tenía la costumbre de querer alcanzar la punta de los edificios con la mirada. Abrí la mochila y por enésima vez me pregunté qué contendría el sobre que mamá me entregó antes de subir al colectivo. En él, estaba seguro, había algo más que dinero.

En visitas anteriores a la gran ciudad me había manejado en colectivo sin mayores retrasos. Pero esta vez iba malhumorado. Había olvidado la pasta de dientes y no tuve manera de cepillármelos. El encargado del baño me ofreció un tubo de Colgate Plus por la módica suma de cuarenta y cinco pesos. Yo, en vez de mandarlo a la mierda, con mi mejor sonrisa de odio, le pagué. No me quedaban ganas de andar preguntando qué colectivo debía tomar. Casi no hubo diálogo con el taxista, y sólo se limitó a mirarme un par de veces por el espejo retrovisor y cobrarme antes de bajar. Otra vez me sentí estafado, pero ya no me importaba.

―¿Te espero, flaco?

Pareció sorprenderse con mi respuesta negativa, y sin darme tiempo a cerrar la puerta, arrancó. Aproveché para putearlo en criollo, pero sólo conseguí distraer a una ramera diurna que cruzaba la calle de manera picaresca y despótica, como esos agentes que aparecen de la nada en las terminales de ómnibus y supermercados, inflando el tórax y estirando la zancada lo más que se pueda, y siempre pueden más.

Los estudiantes de psicología, con sus cuadernos bajo el brazo y sus guardapolvos elastizados, descansaban a la sombra de los árboles; algunos fumando, otros leyendo, pero nadie interesado en los internos. Dos de aquéllos, con los torsos desnudos y tirados al sol, se besaban incansablemente. Uno se me acercó y me ofreció, con falso acento yanqui, una pitada de su armado. Le dije que no gracias, y al pasar por su lado me lanzó una bocanada de humo directo a la cara. Me di vuelta y lo puteé, esta vez en inglés, por las dudas, y el hombre volvió al pasto a recostarse. “Buen comienzo”, pensé, “dos puteadas en menos de veinte metros”. Me enfrenté a mi objetivo y me puse en marcha.

La señora de la mesa de entrada me indicó qué atajo tomar para llegar lo más rápido posible al lugar donde se encontraba mi tío Rafael.

―Al final del pasillo doble a la derecha, luego camine unos cincuenta metros y vuelva a doblar a la izquierda ―explicó―. Yo aviso que va para allá.

Nunca antes había estado en un lugar así. Ver a los internos andar sin ningún tipo de control, me hizo dudar sobre cómo accionar, si relajarme o ponerme en alerta. Saqué de la mochila el sobre que tenía que darle a mi tío y lo guardé en el bolsillo trasero del jean. Lo mismo hice con la billetera y el celular, pero en los laterales.

El tamaño del recinto era mucho mayor del que hubiese podido imaginar. Esto contribuyó a atenuar mi indecisión. Grises patios internos, murallones altísimos y descascarados y humedecidos de toda la vida configuraban un paisaje desolador. Sólo el verde del musgo coloreaba la vista pero dejaba suspendido en el ambiente un imperceptible olor a podrido. Me sentí tentado de arrancar un trocito de musgo húmedo de la pared, pero desistí rápidamente. Quizás de haber tenido un cuchillo a mano… pero ni así. Ya de grande, me avergonzaba tener que esforzarme para contener aquel inocente impulso destructor rezagado de la niñez. Caminé los cincuenta metros y doblé a la izquierda. El sonido triste de una gotera me acechaba como lo hubiera hecho un criminal dispuesto a matarme, y recién pude librarme de él cuando me mojé la cara.

Llegué al lugar indicado por la mujer, pero allí no había nadie. La sala era demasiado alta y espaciosa y no encajaba con el tamaño de la puerta, tan pequeña que tuve que agacharme para pasar. Le di el nombre y la descripción de mi tío a un enfermero que pasaba, pero como tenía la boca llena de comida no pude descifrar qué me dijo. Como ametralladoras, llevaba unas jeringas cargadas en ambas manos, y ahora que lo pienso quizás por eso no volví a insistir. Decidí salir por la puerta entreabierta del fondo, lo cual fue un error. Una vez afuera la puertita se cerró como las puertas que se cierran por siglos, y de pronto me vi parado en un patio de rozagantes palmeras. Una leve brisa me rozó la nariz. Noté que algo se había renovado, también en mi interior. El cielo parecía más brillante. Algo había cambiado, no cabía duda.

Estos murallones eran el doble de alto que los otros y no presentaban signos de humedad. Libres de musgo, por las paredes traspiraban esponjosos lienzos de enredaderas. La vegetación era impresionante. En los jardines las flores parecían brotar debajo de mis zapatillas a cada paso que daba. Una macerada sensación de paz parecía reinar en las entrañas de ese lugar en el que nadie corría ni gritaba. Recién entonces me relajé y dejé de pensar en mamá y en mi tío.

Intrigado por la textura de una flor cuyo capullo era idéntico a la piel del durazno, me acerqué a tocarla. Siempre me sentí atraído por la relación hombre-naturaleza. De dónde ha de nacer esa inconsciente atracción magnética que lleva a las personas a abrazar la corteza de un árbol, a besar la tierra como si sintieran en los labios toda la energía del mundo. Por supuesto, si hay que huir, yo lo haría hacia el mar.

Despreocupado, como en trance, llegué a extrañas conjeturas. De dónde ha de nacer…“De la necesidad de conectarnos con algo que todavía no terminamos de entender”, me pregunté; o simplemente será un impulso superficial de alguien que sólo busca la belleza rápida. Como vi un loco hablar con una flor, yo también quise hacerlo, pero no funcionó. Y seguí pensando, no como loco, esta vez, sino como un delirante piloteando un barco que no avanza. ¿Será que toda esa milenaria energía contenida por los seres silenciosos de la naturaleza es luego apropiada y lanzada al mundo por los seres turbulentos en forma de cataclismos mortales? Y ya no pude continuar abstraído en mis pensamientos porque me pareció sentir la voz de alguien que me hablaba.

―¿Desea tomar algo? ―me preguntó un hombre con una bandeja. Me agarró desprevenido, como si hubiera salido de atrás de un árbol. Al alejarme un poco noté que era un mozo… de un bar repleto de personas que observé a lo lejos.

―No, gracias.

Sólo cuando se fue me di cuenta de que andaba en patines. En una de las galerías, las baldosas lucían tan enceradas que algunos internos tomaban carrera y se dejaban caer deslizándose de punta a punta del corredor. No sólo con el pecho contra el suelo y los brazos en cruz, sino también como si una patineta rodara debajo de sus pies. En cuclillas, con la cola apoyada y las piernas abiertas en ve, en posición perrito, saltamontes, gato contento, gato enojado y muchas otras más. Uno, el cual recuerdo bien debido a su aspecto simiesco, desenterraba flores maduras del jardín y luego intentaba volverlas a enterrar en el cemento de la galería, y supuse que no había tenido la oportunidad de ver crecer a sus hijos o que nadie lo había visto crecer a él. Otros, que quizá en su infancia tuvieron una familia unida, cavaban un hueco en la tierra y allí se metían, como un juego de playa, hasta que el frío de la tierra los relajaba y se dormían.

Por una extraña razón, aquellos disparates comenzaban a sorprenderme cada vez menos. Aunque no poseía un gran conocimiento sobre mí mismo, nunca consideré seriamente la posibilidad de estar alucinando. Al contrario, cada segundo que transcurría creía aún más en lo que me rodeaba, y en lo que llegaba a mis oídos.

Y fue en ese orden, porque primero escuché su música y luego los ubiqué, en el círculo concéntrico del patio. Un grupo de locos cantando y bailando y muriéndose de felicidad y de calor al rayo del sol. Uno que parecía provenir de un psicodélico safari africano se había adueñado del coro mientras tocaba un curioso instrumento de viento hecho de caña de azúcar. Un rastafari enamorado de su tambor practicaba un simpático saltito reggae que no me recordaba en nada a Bob Marley, sino a algún animal exótico cuya especie no logré recordar. La voz, intrusa y clarividente, sonaba como un instrumento más, diseminándose lentamente por el aire. Una especie de catarsis se apoderó de mis sentidos por buen rato hasta que me descubrí a mí mismo bailando y mirando al cielo, cada vez más brillante.

Me fue inevitable pensar que aquellos hombres inventaban la música a medida que la tocaban, y tuve la sensación de que allí la belleza simplemente ocurría, como sucede con algunos impulsos o corazonadas. Lo otro que no pude evitar fue pensar en mi tío, y en lo feliz que sería en esa especie de santuario incorruptible, incapaz de verse contaminado por ordinarias vibraciones. Ni ruido del tren, ni de los autos, ni menos aún el de los aparatos haciendo estallar su bomba de imágenes. Nada de eso se escuchaba. Sólo el sonido de la música y el murmullo lejano de los colibríes ¡Pero qué feliz sería mi tío Rafael allí! Se sentiría hermoso, útil y capaz de hacer lo que desee con sólo proponérselo, como en sus buenas épocas. Se me figuró delante de los ojos un nuevo instrumento, el cual mi tío podría hacer sonar tan sólo deslizando los dedos en el aire para que de esa manera la composición se produzca en total estado de libertad.

―Tengo que seguir buscando ―pensé, y recuerdo ver la cara de pánico del mozo al no poder frenar los patines… Cuando recuperé la consciencia, escuché unos hombres hablar encima de mi cabeza. Todavía no lograba hacer foco en los objetos.

—¿Qué pasó?

Éstos se miraron entre ellos y se echaron a reír, hasta que uno los calló de un soplido. Eran enfermeros del hospital.

—¿Por qué estoy atado? ¿A dónde me llevan? Debe haber una…

     ―¡Silencio! ―gritó, el mismo que calló a los otros.―Ya vas a saber a dónde te llevamos…

Pensé todo lo que una persona puede pensar en esa situación, menos que saldría con vida de ese maldito lugar. Quise gritar, pero uno de los enfermeros me tapó la boca. El tercero, que direccionaba la camilla en la que era trasladado al lugar de mi muerte, me agarró de los pelos inmovilizándome la cabeza. Llegamos al fondo del corredor,  y uno de los enfermeros desenfundó una colosal jeringa llena de un líquido naranja. Lo miré sin ser capaz de emitir palabra alguna, y volví la vista a la jeringa. No podía ser verdad. En su interior, agitado por los movimientos bruscos del enfermero, un enorme escarabajo negro movía las patitas y peleaba por no morir ahogado. Estaba todo dicho. Moriría en cuanto me inyecten el crudo veneno y los cartílagos del espantoso insecto se me claven al corazón como filosos anzuelos. O bien podría pasar mis últimos minutos de vida sobre aquella fría camilla de hospital, esperando que el veneno surta efecto lo más rápido posible para evitar el sufrimiento. De no ser por la voz humana que resonó a lo largo del pasillo y alertó a mis secuestradores, no sé qué hubiera sido de mí. El desquiciado enfermero se mordió los labios y guardó la jeringa en la chaquetilla.

―Zafaste, pendejo… La próxima no vas a tener la misma suerte ―dijo y huyó.

Un hombre de barba y anteojos me desabrochó las correas.

―¡Dios mío! ―exclamó―. Te han confundido con un paciente.

Se le caía la cara de vergüenza. Tras disculparse, me ofreció una taza de café. Hasta me pidió la descripción física de los agresores.

―Sin dudas fue un error, señor, un grave error ―dijo―. Su madre ha llamado preocupada porque no podía comunicarse.

Yo no le creía nada. Su rostro evidenciaba una fingida preocupación. Lo primero que hice fue buscar mi celular para llamar a la policía. “¡Me lo robaron estos hijos de puta!”. Luego confirmé la peor de mis sospechas. También me faltaban la billetera y el sobre de mi tío. De la mochila recién me acordé cuando me dio hambre y soñé con los pebetes de jamón crudo y queso que me había preparado mamá.

Amenacé con denunciarlos a la policía, con dejarlos en la calle, con llevarme a mi tío lejos de allí luego de quemar el hospital y con arrancarle la cabeza sino me devolvía mis cosas, pero terminé por pedirle de buenas maneras que me preste su celular para hacer un llamado.

―Con gusto, pero se quedó sin batería.

Seguía sin creerle nada. Detrás de sus anteojos, los ojos chicos temblaban como los de una persona sentada en el inodoro. No descarté la posibilidad de que los locos fuesen los cuerdos realmente, y viceversa, y que por alguna razón habían intercambiado roles; y no sólo eso, sino que a gusto con sus nuevas condiciones, nadie reclamaba nada. Opté por olvidarme de la policía y del infortunado episodio, al menos hasta que lograra lo que había ido a hacer.

      —Usted me va a ayudar —dije —. Estoy buscando a mi tío, su nombre es Rafael Arévalo.

 —Ya lo sé, su madre me ha puesto al tanto de todo.

Del fondo de los oxidados ficheros de su despacho, extrajo una pila de papeles amarillentos y llenos de polvo, y luego de un rato revisándolos me indicó dónde se encontraba el interno número 64, Rafael Arévalo.

―¿No hay computadoras en este lugar?

―No ―respondió―. La humedad puede provocar cortocircuitos.

“Además de boludo, loco”, pensé. Antes de salir, me entregó un mapa del predio con un puntito rojo en el medio y me preguntó si deseaba que una escolta me acompañase. No le respondí.

Me llevó casi dos horas llegar al sitio indicado. Me pregunté si todo lo vivido antes del ataque habría sido un sueño. Los músicos, el mozo en patines, el cielo brillante… y pensé que quizás todo fue producto de mi imaginación, siempre dispuesta a protagonizar las más locas aventuras. Pero esto había sido demasiado. Cualquier cosa podía pasar en ese resquicio perdido de la gran ciudad antes de que alguien se entere. Una nueva y repentina causa se sumó a la anterior. Debía esclarecer varias cosas antes de volver a casa.

La  vivienda era de las más viejas que había visto en mi vida. A la sombra de dos frondosos sauces, tenía el aspecto colonial de ciertas estructuras que supe apreciar alguna vez en Corrientes. Los muros del frente, sutilmente resquebrajados, ofrecían un espectáculo pavoroso. Un hervidero de insectos de todo tipoy tamaño buceaba por entre los camalotes que sobresalían de las grietas. Buscando desesperadamente la oscuridad, parecían esconderse de alguien más poderoso que ellos. Sin embargo, el ensordecedor chillido que emitían los delataba fácilmente: “Deben ser sordos”. No podía pensar en una convivencia pacífica en esas condiciones. Decidido a entrar, sentí el temblor de una mano sobre el hombro:

—El bicho —dijo el hombre.

Yo me le quedé mirando.

—Cuidado con el bicho —repitió.

No le presté atención. Sabía que si lo hacía no me animaría a entrar.

—Disculpen, señores, estoy buscando a mi tío, se llama Rafael Arévalo.

Los enfermeros jugaban a las cartas, abstraídos. No sé por qué, pero con el paso del tiempo en ese lugar empecé a darme cuenta que así como los enfermeros y empleados del hospital habían adquirido involuntariamente la costumbre de tratar a locos y cuerdos, perros y gatos, objetos inanimados y animados, turistas y habitués, todos por igual. “¿Acaso no debería ser así?”, me pregunté.

Uno de los que estaba jugando cartas pareció compadecerse de mí.

      —Busco a mi tío, se llama Rafael Arévalo, el director del hospital me dijo que está internado acá.

Uno de los hombres, sin sacar la vista de su juego, comenzó a reírse desconsoladamente. Entonces una mujer joven, que parecía sacada de un catálogo de alhajas brasileñas, dejó las cartas en la mesa, prendió un Dorado, y con voz suave me habló:

      —A tu tío lo trasladaron hace muchos años —y continuó—. Si la memoria no me falla debe estar en el pabellón 14, detrás de enfermería.

Levanté la cabeza por arriba de la mesa de cartas, y empecé a ver una serie de afiches vinculados con el sida. La mujer, viendo mi rostro, se adelantó a decir:

—Con tu tío han cometido un grave error, nunca debió estar acá.

Me indicó dónde quedaba el pabellón 14 y me acompañó hasta la puerta. Recuerdo su voz hasta el día de hoy.

      —Una vez que lo saludes, andate y no vuelvas nunca… Un día más en este lugar y acabarás como nosotros.

―No vengo a saludarlo ―respondí, infundido por un repentino soplo de energía―. Vengo a llevármelo.

Caminé hasta donde me había dicho la mujer. Me topé con un edificio de varios pisos, iluminado y nuevo, que en nada se asemejaba al anterior.

—Buen día, me dijeron que acá está internado mi tío, Rafael Arévalo.

—Sí, ¿quién lo busca?

—El sobrino, dígale, vine desde San Luis a verlo, hoy es su cumpleaños.

Para mi sorpresa, la mujer que me recibió parecía atenta y considerada.

—Espere acá por favor —me dijo, amablemente.

“Al fin una buena”, pensé. Al cabo de unos minutos la mujer volvió sonriendo.

—Suba nomás, se va a poner muy contento —dijo—. Hace años que nadie lo visita.

Le di las gracias y subí las escaleras hasta el tercer piso, cama número 12, según las indicaciones. Las tripas me empezaron a crujir, y antes de entrar me demoré unos segundos a pensar y tomar aire. Padecía una rara mezcla de ansiedad y desolación. “Tranquilo”, me consolé, “después de todo es la familia”. Respiré hondo y caminé derecho hasta la cama número 12. Las sábanas estaban revueltas, como si se acabaran de levantar; pero ningún rastro de Rafael. Toqué las sábanas y estaban frías.

Le pregunté al de la 11 si lo había visto. Me señaló con el dedo la puerta del baño. Para no molestarlo me senté a esperar que salga. Pero eso no sucedió. Le volví a preguntar a uno que andaba por ahí, y su respuesta me voló los pelos.

—Está muerto —y se arrodilló en el piso murmurando agravios incoherentes.

—¡La puta madre, qué carajo pasa en este lugar!

Furioso, fui hasta el baño, toqué todas puertas que estaban cerradas, pero nadie respondió. No me importaba nada. Me arrodillé encima de unas manchas verdes o amarillas y empecé a caminar en cuatro patas buscando alguna pista debajo de las puertas. Nada. Empecé a gritar “¡Rafael!” y de nuevo “¡Rafael, Rafael!”, pero nadie respondía. Me negaba a pensar lo peor. Corrí hasta la otra punta de la sala y empecé a revisar catre por catre. Al llegar a uno de los del medio pude adivinar una figura humana bajo las colchas. Tomé una por los extremos y la puse a volar. Un grito de horror me pegó en la cara desencadenando una ola de suspiros y lamentos que pusieron a andar a los internos. En medio del caos, observé que algunos aprovecharon para hacer lo que jamás les fue permitido. Un gordito de lentes subió el volumen de la radio a decibeles intolerables al oído humano. Otro sacó la cabeza por la ventana prorrumpiendo una maraña cacofónica de injurias y elogios de toda suerte y calaña que se confundían con una bellísima canción de lírica que había comenzado a sonar en la radio. Parado en un rincón, tapándome los oídos con las manos, podía observar aquellos curiosos disparates casi en silencio. Algo me decía que no debía apagar la radio, porque con seguridad caerían muertos en el preciso instante de oprimir el botón, como robots súbitamente desconectados de su fuente de energía. Sin embargo, había otro motivo más. Necesitaba observar cómo se comportaban en situaciones extremas, quizás ahí se escondía la clave para encontrar de una vez por todas a mi tío Rafael.

Entonces, cuando menos me lo esperaba, el delirio pasó a otro nivel. El loco al cual había despojado de su colcha pasó corriendo frente a mí con el ramillete florido dando tumbos en el aire mientras sacaba la lengua y abría más los ojos y sacudía aún más los brazos y lanzándose al piso intentaba buscar desesperadamente una grieta abierta entre las baldosas frías, como si se propusiera encontrar, sin caer en errores, la punta del hilo que lo arrastró hasta ese podrido lugar. Recién entonces caí. Todos seguían el mismo patrón de conducta. La música a volúmenes desorbitantes despertaba en ellos la necesidad de buscar explicaciones.

Acaso uno no hace locuras cuando escucha la música alta, me pregunté. Y la radio a todo lo que daba. Creo recordar algún clásico: La cabalgata de las Valkirias o el Bolero de Ravel; aunque ahora que lo pienso bien fue Pachelbel,  sí, “Canon en re mayor” de Johann Christoph Pachelbel, ése fue… así fue como sucedió. Aquellos individuos vestidos como cirujas y reyes al mismo tiempo eran felices, danzando entre las camas, las trepaban y las saltaban mientras aleteaban lo más rápido que podían porque así lo hacían los colibríes que veían desde la ventana del edificio una y mil siestas de cualquier época y estación en las que no encontraban nada nuevo para hacer ni nadie nuevo en quien pensar porque nadie les hacía el favor de pensar en ellos.

Y cuando ya no hubo más nada que hacer, ni volumen que subir ni explicación que buscar, recién entonces, uno que zigzagueaba a los tumbos cerca de la imagen bifurcada de altos ventanales trastabilló sin aletear y fue a parar a la adormecida boca de las escaleras. Su mano abierta tardó en cerrarse, y no alcanzó a sujetar la baranda. Precipitándose al vacío logró girar en el aire y ver cómo el hueco de la escalera se hacía pequeño, pequeñísimo, del tamaño de una ciruela, por el cual alguien se asomó y le gritó “¡Volá, boludo, volá!”, y él no por rey sino por obediente voló y la corona se le cayó de las sienes y se le resbaló de las manos y se tocó el pecho y el buzo percudido y agujereado era entonces una pechera elegante y larga hasta los muslos. Las zapatillas de goma se habían esfumado y en su lugar resplandecían un par de botas de cuero con cascabeles grandes y preciosos. Cubriendo la joroba, aquélla que quizás tantas horas de angustia le regateó en sus años mozos, una capa de terciopelo púrpura. Y un poco más adentro, a la altura de los ojos, algo que brillaba en soledad y que momentos antes de estrellarse contra el suelo le permitió desplegar alas y derrapar por encima de las escritorios y ficheros y llegar arriba y sobrevolar las camas y los televisores minúsculos ante la expectante mirada de sus colegas. “¡Puedo volar!”, gritó, y por ese segundo de distracción quedó hecho un moño contra una araña inútil que jamás se había movido de allí.

Bajé corriendo con la seguridad de encontrarme con un cadáver. Misteriosamente, lo único con que me topé fue con la administrativa que me había dicho dónde supuestamente estaba mi tío. Barría pedazos de araña del suelo. Sentí deseos de estrangularla y obligarla a que me diga la verdad. Presentía que algo no andaba bien. Ni siquiera había oído la radio y el griterío de los locos. Me sentía en el centro de una conspiración maquiavélica. Mi reloj me clavó las agujas en el pecho. Debía seguir. Me incorporé mentalmente y salí dispuesto a todo.

Lo busqué en cada rincón del hospital. Lo busqué en los pasillos, en los baños, arriba del techo, debajo de las alfombras. Lo busqué por todos lados, pero no lo encontré. Lo busqué también arriba de los árboles. Cuerpo tierra y boca abajo. Lo busqué corriendo, saltando, mirando hacia atrás, hasta agarré un fierro y descascaré una pared hasta traspasarla con la esperanza de que estuviese del otro lado. Pero nada. “¿Lo habrán secuestrado, como intentaron hacer conmigo?”, me pregunté. ¿Habrá huido buscando explicaciones en un sitio menos hostil? Necesitaba que alguien me asegurara su bienestar, a salvo de todos esos extraños personajes. Naufragando en aquel océano de suposiciones fue que me crucé al director del hospital. Lo tuve de frente, cara a cara. Bajo circunstancias tan apremiantes, me había prometido a mí mismo que haría cualquier cosa por encontrarlo. Por eso, antes de que pudiese reaccionar, lo sometí por la fuerza y lo metí en su despacho. No pude creer lo que veía. Arriba de su escritorio, más inmaculada y necesitada que nunca, mi mochila. El alma me volvió al cuerpo cuando vi que en su interior estaban la billetera, el celular y el sobre sin abrir. En ese sentido sí me conocía, era incapaz de golpear a alguien en inferioridad de condiciones, aunque se lo merezca. El hombre, temblando en un rincón, imploraba perdón. Hasta me dio un poco de lástima. Lo até a una silla con el cable del teléfono, le tapé la boca con un repasador y empecé a revolver la documentación de los ficheros. Encontré la del interno número 64.

Nombre del paciente: Rafael Arévalo

Número: 64

Estado: Bueno

Edad: Treinta y ocho

¿A quién avisar en caso de defunción?: ———

Sesiones de electroshock: Innumerables

La impunidad con que estaba redactada la ficha me enfureció. Cuando terminé de leer, observé que el director había comenzado a llorar. Me dieron ganas de matarlo. Al menos de propiciarle el mismo sufrimiento que le había hecho padecer a mi tío. Traspasárselo. Sobre todo por eso de los electroshock. Sin embargo, me metí los papeles en los pantalones y salí de allí. La noche me pisaba los talones. Convencido de que ya no me quedaba nadie en quien confiar, me zambullí de nuevo en la búsqueda. Pero nuevamente di la cabeza contra la pared. Lo busqué otra vez por todos los rincones del hospital. Pero parecía que hasta la misma estructura había empezado a burlarse de mí, porque las imágenes se me repetían despiadadamente. Una y otra vez, como si fuese víctima de una calesita embrujada, terminaba parado en el punto de partida, con la diferencia de que la mujer que barría los pedazos de araña había desaparecido. Y recordé lo amable que había sido. Y le pedí a Dios que la haga volver. Cerré los ojos pidiéndole fuerza y tenacidad para seguir buscándolo. Apoyé la mochila en el piso y me senté. Pasé un largo rato allí sentado, pensando, rellenándome de energía, hasta que sentí una mano tomarme del brazo; una voz pedirme la hora. Yo no quería a nadie cerca. Necesitaba la calma para tomar una decisión y seguir fortificándome. Así que le dije la hora para que se vaya. Conforme, se paró, y mirándome desde arriba me dijo, al fin, lo que tanto deseaba escuchar:

  —Yo sé dónde está Rafael en este momento.

      Salimos rápido de allí. A paso acelerado, atravesamos varios patios internos, bordeamos unas cuantas murallas, hasta llegar a una especie de encrucijada. El loco que me servía de guía dudó por unos segundos, y empezó a mirar a los costados, nervioso. De pronto, un enfermero que pasaba por allí enmudeció al vernos y sin dudarlo le lanzó un takle a las costillas, que el loco esquivó sin problemas. Con el enfermero tirado en el suelo, decidí que nada me impediría esta vez encontrarme con mi tío, si es que estaba vivo en alguna parte. Sin pensarlo dos veces, tome un palo del suelo y se lo partí en la cabeza. El loco estaba desesperado, y no había forma de recuperarlo. Se me habían acabado las alternativas, y la energía. Sólo quedaba una última jugada. En la mochila, la campera y el pasaje de vuelta. Los pebetes habían pasado a la historia. Rezando por hallar algo que lo haga volver en sí, abrí el sobre. Además de un fajo de billetes de cien había una foto de él, mi madre y el resto de los hermanos antes de la tragedia, una carta, un encendedor y un cigarrillo. Probé encendiéndole el cigarrillo, que fumó con un gozo sobrehumano. Por suerte, no aparecieron más enfermeros. El loco, más tranquilo, me pidió que lo siguiera.

Atravesamos la puerta elegida por él, más pequeña que las demás. Llegamos a un patio de palmeras que desembocaba en unas galerías pobladas de colibríes. Volvimos a atravesar otra puerta aún más pequeña que la anterior, y lo que presencié después me heló el corazón. Era mi tío Rafael… Lo había encontrado. Al fin lo había encontrado. El cielo, más brillante que nunca, irradiaba sobre los cuerpos empolvados una insólita blancura. Cuán contenta se pondría mi madre cuando le cuente que su hermano toca la guitarra en la banda musical más mágica que había visto en mis años de vida.

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