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Cuentos cortos

La valija de García Márquez

Desde que Gabriel García Márquez cumplió ochenta años, más o menos, hasta hoy, imaginé infinidad de veces qué se suponía que debería escribir, o escribirle, yo, el día de su muerte. Anticipé innumerables comienzos posibles cargados con dedicatorias esplendorosas, desarrollos plagados de oraciones exclamativas y finales majestuosos como los de un cuento pero endulzados de solemnes agradecimientos. Esa incertidumbre fue creciendo, lenta e involuntariamente, en alguna parte de mi cuerpo, al resguardo de mis secretos más profundos. Ese día llegó, como uno más del montón, y la verdad es que a Gabo lo siento más cerca que nunca, observándome mientras escribo, con su rostro caribeño asomado sobre mi hombro, curioso, expectante, aguantándose las ganas de corregirme para no interrumpir. Ese día ya pasó, y yo aún sin la más mínima idea de qué escribir. ¿Qué escribe uno cuando le escribe a García Márquez? Parece ser que todas las palabras están de más, o bien no alcanzan; palabras que antes de partir guardó en una pequeña valija con el propósito de cederlas según el caso o de inventar tal vez un nuevo idioma titulado Macondo porque para mundos ya existe uno con ese nombre.

Entusiasmado, llegué a la conclusión de que lo mejor sería escribir un cuento —o una crónica—, tal como él lo hubiera hecho. Antes de empezar, tomé el recaudo de arrimar al escritorio mi desvencijado y releído ejemplar de “Cien años de soledad”, por las dudas solicite su auxilio. Si mi historia tratara sobre el fatídico día de su muerte, podría comenzar contando que el encargado de transmitirme la noticia fue mi padre. Sentado en el sillón de casa, su voz se mezcló con la del narrador de un documental-homenaje que en ese momento televisaban. Como todas las noticias vinculadas a la muerte de un ser querido —y él sí que lo era—, primero me enredé en el desconcierto y la negación, y recién después de varios cafés y al cabo de certeras asimilaciones, al fin, como un edificio que se desploma sin previo aviso, me sobrevino una profunda y dolorosa tristeza. Y digo “desconcierto” —palabra gentilmente cedida por él— porque, además, apenas dos días atrás su imagen recorría el mundo. Había sido internado, pero pronto dado de alta. Se lo veía bien, saludable, saludando a sus fans, luciendo una flor amarilla en el bolsillo del traje negro. Sonreía. 

En efecto, no precisaría el auxilio de “Cien años de soledad”. Las palabras chisporroteaban como pororó caliente desde la valija abierta de Gabo. Sin embargo, cuando fui a mover el libro con la intención de apoyar en su lugar la taza de café, algo me detuvo; algo más decidido y tenaz que la voluntad de mis manos. Una sensación de respeto y lealtad indescriptibles sobre aquel libro sagrado al que parecía mirar por primera vez. Apoyé el café del otro lado y me concentré en la narración. Pensé en continuar con la crónica acerca del modo en que recibí la noticia y la serie desordenada de pensamientos con que intenté comprender aquello de la muerte. Lo había oído incluso al propio Gabriel hablar de ella: primero, con desinterés; luego, con respeto. Pero no; no era lo que buscaba. Había algo que no me cerraba. 

Confieso que nunca encaré un texto con tanta indecisión como entonces. Las palabras bullían frente a mí pero mis torpes manos eran incapaces de conjugarlas y darles forma. De pronto, el secreto pareció revelarse delante de mis ojos. Salté de la silla y empecé a revolver entre mis libros, buscando uno en especial. ¡Bien, aquí está! Giré en dirección al escritorio, pero entonces sucedió que Gabo, no el anciano, sino el muchacho aquel que alguna vez soñó con ser escritor, había ocupado mi lugar en la silla. Toda su postura hacía prever que se disponía a escribir sobre el teclado todavía húmedo por el sudor de mis huellas dactilares. Me quedé inmóvil, curioso, expectante. Algo extraño ocurrió después; algo de lo que no me olvidaré jamás. Era Gabo: con todo el derecho del mundo, podría haber borrado de un soplido la ensaladera de palabras que entonces constituía aquel texto descolorido. Para mi sorpresa, irguió la columna, cruzó los pies debajo de la silla, clavó la mirada en la pantalla, y continuó con mi narración. ¡Sí, el mismísimo Gabo continuando mi narración! Por si fuera poco, ésa no fue la única sorpresa de la noche. Aún quedaba más. A medida que el sonido inconfundible de las teclas se imponía sobre el silencio de mi habitación, noté, hipnotizado, que su cuerpo cambiaba y se hacía viejo. No uno con unas alas enormes, sino él; con dos brazos y dos piernas y bigotes. Al cabo de unos pocos segundos, ya tenía canas, su barriga había crecido al igual que su nariz, y su espalda no estaba tan erguida. Y antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, se desvaneció para siempre. 

 Lo que escribió fue lo siguiente: “Empecé a escribir por casualidad, quizás sólo para demostrarle a un amigo que mi generación era capaz de producir escritores. Después caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto y luego en la otra trampa de que nada me gustaba más en el mundo que escribir”. Y concluyó: “No dejes nunca de escribir, si es lo que realmente amas”. No necesité de grandes elucubraciones para comprender el mensaje. Su emotiva sugerencia, la bendita casualidad de su descubrimiento, me parecieron entonces asuntos de otro orden. En su juventud debía recalar si es que deseaba contar un cuento que mereciera la pena ser leído. Al cabo de tres o cuatro horas frente a la pantalla, luego de arriesgar algunos principios indecorosos y otros finales demasiado abruptos, el café se enfrió y yo, vencido por el sueño, me desmoroné en la cama. Como no podía ser de otra manera, esa noche soñé con el joven Gabo; éste piloteaba una estirada barcaza río arriba por entre la selva amarilla: con una mano se cubría del sol y con la otra sujetaba el timón. La barcaza estaba vacía. Al despertar, bajé de la cama y tropecé con un bulto extraño. Encendí la luz, y allí estaba, abierta, desordenada, generosa, chisporroteante de palabras, la valija de García Márquez.

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