Este cuento lo escribí cuando tenía 23 años. Al tiempo le di una revisión, y no lo volví a tocar. Más de 10 años después de su creación, el cuento es publicado aquí.
Esta es la historia de Manuel Zárate, y de los insólitos y evitables acontecimientos que giraron en torno a su bicicleta, aquel verano de 1998.
Lo primero que se debe decir de Manuel es que jugaba al fútbol. Lo hacía con una pasión admirable, sin escuchar a quienes le decían que se dedicara al atletismo. De porte más bien pequeño, corría como una flecha, y tenía buena pegada. Manuel vivía con sus padres a doce cuadras del club Aviador Origone, en una casa prefabricada que le alquilaban a Cosme Andrada, el actual presidente del club. Era un gallego de un metro sesenta, avaro, pero piadoso: “un buen tipo” para la gente del barrio. A instancias de Horacio Galimberti, entrenador de Manuel, el gallego prometió no aumentarles el alquiler si “el pibe” mejoraba su desempeño dentro de la cancha. Lo decía muy en serio, porque el pibe no hacía un gol desde el año anterior, y llevaba tres fechas como suplente (él era titular indiscutido). La situación empeoró ese domingo, cuando Manuel, con la buena intención de colaborar con sus defensores, tropezó con un hueco en la tierra del área chica y se metió con pelota y todo dentro del arco. A la noche los Zárate recibieron la visita del gallego Andrada.
—Si la cosa no mejora temo que tendré que actualizar su situación.
Sus compañeros de equipo se daban cuenta por qué Manuel ya no corría como antes y se cansaba el doble. Lo últimos minutos de cada partido se arrastraba por la cancha. Había bajado de peso y parecía un mapache de las ojeras que tenía. Hablaron con Galimberti y éste habló con Manuel. Llegaron a un acuerdo. Manuel le prometió ponerse las pilas y contener sus impulsos: actuar con responsabilidad y madurez.
―El auto-control es la virtud de los dioses ―le dijo Galimberti.
Se dieron un apretón de manos y asunto terminado. Lo que nadie sabía entonces era que el verdadero problema era otro. Manuel Zárate estaba locamente enamorado de Inés González, una joven y bella jugadora de tenis del mismo club. Y eso lo tenía mal, porque sabía que las chances de conquistarla eran de una en un millón. Ahora que las clases habían terminado, los adolescentes se pasaban el día entero en el club. Pero no le garantizaba nada. Una tenista rica con un futbolista pobre. Esas cosas se daban solo en las películas.
El domingo siguiente jugaron contra Sportivo Mercedes, invicto hasta la fecha. A los 38 minutos del segundo tiempo, con la 16 en la espalda rojinegra, Manuel reemplazó en la delantera al pichichi de la liga, Brian Batista, y a cinco del final marcó el gol de la victoria. Un zapatazo de veinte metros directo al ángulo superior izquierdo del arquero. Inatajable.
Mientras tanto, Inés seguía jugando al tenis y divirtiéndose con sus amigas, abstraídas, y solo dirigieron sus miradas hacia los reflectores del estadio cuando la hinchada local gritó el gol de Manuel. Tras el partido, los jugadores se juntaron a tomar una coca en el kiosco del club. Le habían ganado al puntero, y querían festejar a lo grande. Sabían que el kiosquero del club no les vendería cerveza, y caminaron hasta la despensa de la esquina. Cerrado. Dos cuadras más allá. También cerrado. “Solo queda el supermercado”, dijo uno, y todos caminaron detrás de ese. A las tres cuadras, la “ardilla” Gómez, mediocampista habilidoso y especialista en mandarse cagadas cuando nadie se lo esperaba, empezó a arrojarles piedras a unas palomas que en ese momento sobrevolaban el amplio balcón de una casa. Le dijeron que pare, pero Gómez los ignoraba y se reía. Fue entonces cuando las aves empezaron a agitarse. Del abismo del balcón emergió, abriéndose paso entre las palomas, el cañón de una escopeta.
¡Buum!! ¡Buum!! ¡Buuumm!! Los perdigones dieron primero en las ramas de los árboles, y fueron bajando hasta hacer polvo el cemento seco del cordón. Los futbolistas huyeron por caminos opuestos. Una paloma, quizás aturdida por el estruendo, quedó dando vueltas en el aire. El último fogonazo la espantó hacia la avenida. El Peugeot 404 venía a fondo, pretendía ganarle al semáforo. Coincidieron en un punto exacto: el radiador. El conductor detuvo el auto, tomó una mala decisión: intentó salvar a la paloma metiendo las manos en un radiador que escupía agua hirviendo.
A pocas cuadras, en un campito de fútbol abandonado, Manuel se tocaba el cuerpo mientras recuperaba el aire. Dio unos pasos hasta que distinguió algo entre la maleza. Eran los restos de una bicicleta. La tomó por el cuadro y la incorporó como lo haría alguien que asiste a un herido. Se trataba de una Tomaselli italiana de los años sesenta o setenta. Regresó a su casa con la bicicleta a cuestas, pensando muchas cosas al mismo tiempo.
Los días que siguieron Manuel se dedicó a reparar la vieja Tomaselli. Sería su medio de transporte a partir de ahora. Con sus ahorros compró una cadena y le pidió al bicicletero del barrio que le ayudara a ajustarle los frenos. Llegó el día de probarla: pedaleó las calles de la ciudad. Ya todos sabían que Manuel tenía una bicicleta nueva. Lo que acaso no sabían era que todo ese sacrificio había sido con un único propósito: impresionar a Inés González. Optó por planificar a solas, y su nuevo plan no se hizo esperar. Olvidaría la Tomaselli junto a la cancha donde Inés y sus amigas jugaban al tenis. Al ver la bicicleta solitaria, Inés le preguntaría al encargado quién era el dueño, y no dudaría en llevársela hasta su casa. Luego dependería de él. Sabía que con chicas como Inés no hay segundas oportunidades. Ese encuentro sería decisivo.
Como todo plan elaborado en la perturbadora neblina del amor, tuvo sus complicaciones. Tratando de que no lo vean, Manuel abandonaba la bicicleta junto a la cancha de tenis, y se escondía a esperar, detrás de la casilla del encargado, hasta que éste apagaba las luces y el silencio se apoderaba de la noche. La imagen se repetía día tras día, sin buenos resultados. Decidió hablar con el encargado, que se llamaba Jorge Salazar.
—Éste es mi número —le dijo Manuel—. Avíseme cualquier cosa, por favor.
El hombre tomó el papel y se lo guardó en el bolsillo.
—Yo te aviso, Zárate, andá tranquilo.
Los días pasaron. Apenas una mirada hacia la cancha de tenis antes de apoyarla en el alambrado y un suspiro eterno después de recogerla. Un domingo de aquéllos, antes del partido, encontró la bicicleta apoyada del lado opuesto del alambrado.
—No, señor —respondió Salazar ante la desesperación de Manuel—. Se habrá movido sola, yo no la toqué.
Lo atribuyó a un error de su memoria, y siguió adelante con el plan, como quien sigue caminando por inercia. Una calurosa tarde de enero, que en nada se diferenciaba de las anteriores, la vieja Tomaselli por fin desapareció.
—Yo estuve aquí todo el día y no vi nada —le explicó Salazar—. Es más, hoy la señorita Inés no vino, no la tengo anotada en el registro de pases.
La buscaron por todos lados. En el techo de la administración, debajo de los asadores, en las canchas de padel, en los sanitarios y en cantina. Removieron arena de la cancha de vóley, se subieron a los arcos de fútbol para tener una panorámica del club. Pero nada. Lo bicicleta no aparecía. A las nueve de la noche, mientras su madre servía la cena, Manuel recibió un llamado de Salazar.
—Estoy acá con el bañero. Dice que vio a los de fútbol con la bicicleta.
La encontraron en el depósito del club, entre la cortadora de pasto y los baldes de cloro. Manuel se convenció de que el plan no daría resultado. Lejos de resignarse, decidió redoblar la apuesta: dejaría la bicicleta apoyada, pero en la red de la cancha de tenis. Ahora no podrán ignorarla, se convenció a sí mismo. Esa tarde, Salazar lo vio entrando a la cancha de tenis con la bicicleta. Esperó que saliera, y lo amenazó con contarle todo a sus padres.
—Una semana —le dijo—. Te doy una semana, nada más.
Las tenistas llegaban a la cancha y se encontraban una y otra vez con la bicicleta apoyada en la red. Al cuarto día (viernes) una de ellas sacó una cadena del bolso y la ató con candado al alambrado.
—Vamos a ver si ahora das la cara —exclamó, ante los silbidos de entusiasmo de las otras.
Pobre Manuel, pasó la mañana entera del sábado cebándole mates a Salazar para convencerlo de que le ayudara a romper el candado. Recién al mediodía, el hombre accedió.
—No quiero ver más esa bicicleta por aquí, ¿está claro?
—Clarísimo, como el agua.
—Una cosa más. Tu entrenador vino a verme. Sabe todo. Le pedí que no hable con tus padres, pero tenés que concentrarte en el juego de mañana. Tu equipo te necesita más que esa tenista.
Manuel le prometió que se olvidaría de Inés y volvió a su casa andando en bici. Pareció recordar de pronto para qué servía. No alcanzó a pedalear una cuadra que la cadena se quebró y Manuel tuvo que maniobrar para no rodar por el suelo.
—¡Porquería, lo único que me trajiste fueron desgracias!
Manuel recapacitó. Que la bella Inés se fijara en una bicicleta extraviada no le garantizaba el correcto desenlace de su plan. Debía pensar en algo inteligente, atreverse a más… Pero no ahora. Ahora debía concentrarse en el partido de mañana contra Colegiales.
Desde el vestuario local podían oírse las canciones de las hinchadas, el retumbe de las cornetas, el repiqueteo inconfundible de los redoblantes. Cuando escuchó su nombre entre los titulares, Manuel sintió que todos los ojos se volvían hacia él, salvo Galimberti, que prefirió ni siquiera mirarlo. En el fondo, el entrenador confiaba en él. Sabía que jugando sin presión era bueno. Era una oportunidad que Manuel no podía desperdiciar.
Mientras esperaban la orden para entrar a la cancha, Gonzalo Iturralde, su eterno suplente, se le acercó por detrás, y al oído, le ofreció una extensa tesis sobre su comportamiento en los últimos días. Le dijo que su plan era una mierda. Que si pensaba conquistar así a una chica como Inés, más que un boludo, era un iluso. Un pavote a cuerda danzando en el país de las maravillas. Un perro callejero ladrándole a los autos. Un arquero corriendo desesperado atrás de la pelota.
―Y ahí no acaba la cosa ―agregó―, te empiezan a tirar basura desde la tribuna, hasta que quedás sepultado. Entonces los que te venimos a salvar somos nosotros, depende de vos levantar la mano o hundirte más en la mierda.
Manuel no le contestó. Faltando 5 minutos para que el final del partido, con el marcador empatado en cero, la pelota se le escapó a un defensor de Colegiales y quedó boyando al borde del área chica. Manuel, que venía como una locomotora desde atrás, cerró los ojos y le pegó, más con el alma que con el empeine. La pelota atravesó el arco, pero por su parte superior, y voló tan lejos que también atravesó los reflectores y la pileta y la canchas de tenis y la casilla de la administración y el cerco perimetral y se estrelló contra el parabrisas de un Peugeot 404 que corría a toda velocidad por la avenida.
Al día siguiente, mientras tomaba un café en la cantina del club, Horacio Galimberti no se sorprendió al ver a los hombres de anteojos negros sentarse en su mesa sin pedirle permiso. Iban de parte del presidente Andrada.
―Que pase por su oficina antes de irse.
Galimberti terminó de leer el diario y decidió acceder a ese pedido, más que nada para no tener que verle de nuevo las caras a los matones.
Separados por un escritorio de madera desvencijado, envuelto en el humo blanco del cigarrillo, era el gallego Andrada el que hacía las preguntas.
—¿Por qué no juega Iturralde?
El entrenador estuvo a punto de mandarlo a la mierda. Pero se contuvo. Sabía que el gallego era un payaso que ni siquiera sabía los colores de la camiseta. En las semifinales del año anterior convocó a los jugadores para darles un mensaje de aliento, y los dejó plantados. Por su lado, el gallego no confiaba en Galimberti, detestaba a las personas más inteligentes que él. Les tenía pánico. Y al entrenador de fútbol más que a nadie, porque era un prócer en Aviador Origone. Cuando el gallego ganó las elecciones Galimberti ya tenía cuatro títulos en su haber. Sabía que su respeto había sido ganado en buena ley.
—Iturralde no juega porque no siente la camiseta.
Andrada apagó el cigarrillo y con su mano peluda y grande disipó el humo que los separaba.
—Usted bien sabe que todos los integrantes de la familia Iturralde son socios del club. Que el abuelo de Gonzalito es socio vitalicio, y que además su padre, don Carlos, será a partir del próximo año el nuevo tesorero del club.
Galimberti no intentó contener el desprecio que todo aquello le producía. Andrada lo notó en su mirada, dura, penetrante. Sabía perfectamente que la pasión del sujeto que lo miraba con asco lo había enemistado con miembros influyentes de la comisión. Esa misma pasión era la que debía precipitarlo hacia su propia ruina.
—Seré muy estúpido que no llego a comprender —respondió Galimberti.
—Usted sabrá que su sueldo depende del aporte de los socios. También supongo que estará al tanto de que Manuel Zárate debe las últimas tres cuotas, y de que sus padres aún no me han pagado los mil pesos miserables de la casa que me alquilan desde hace ya… casi dos años.
—¿Algo más? —dijo el entrenador, cruzándose el maletín al pecho.
Andrada lo midió mientras encendía otro cigarrillo.
—Esta noche hablaré con los Zárate. Deberán salir de la casa para fin de mes. Y con respecto a su hijo, si no paga durante la semana le daré indicaciones a Salazar para que le prohíba la entrada, sin contar el parabrisas del auto…
Pero Galimberti ya se había ido. Pensó en lo horrible que sería recibir una visita como la de Andrada, de noche, y encima con malas noticias. Aprovechó que Manuel estaba en el club y lo acompañó a su casa. El panorama con que se encontró no era alentador. Un marido desempleado mirando televisión y una ama de casa dispuesta a todo con tal de evitar el desalojo. Galimberti volvió al club y fue directo a hablar con Salazar.
—Si no pagan la deuda, el gallego es capaz de todo. No le va a importar que Manuel sea jugador del club.
Salazar apagó la manguera con que regaba las ligustrinas y reflexionó unos segundos.
—Si el pibe llega a jugar en primera nos devuelve todo, y listo.
Entre los dos saldaron la deuda de los Zárate, y además juntaron el dinero para el alquiler. Esa noche, Galimberti hizo unos llamados y al día siguiente el padre de Manuel daba una entrevista de trabajo en Kraft Foods. Cuando le confirmaron que había sorteado con éxito las instancias evaluativas y examen médico, la mujer corrió hasta el club, se metió en la cancha y se colgó del cuello del entrenador. A Manuel se le caía la cara de vergüenza, y solo con la ayuda de la ardilla Gómez y el negro Andrés pudieron sacársela de encima. Galimberti se acordó de las palabras de Salazar:
—Cuando su hijo juegue en primera nos devuelve el favor.
En medio de la confusión, Manuel alcanzó a escuchar esas palabras, que quedaron grabadas a fuego en su corazón. “En primera…”, se repitió a sí mismo, al reanudar la práctica. Aunque lo había soñado infinidad de veces, viendo jugar a sus ídolos en la televisión, jamás se le ocurrió traducir aquella pasajera consideración al idioma de la realidad. Aquélla fue la primera noche que no se durmió pensando en Inés, sino en un estadio repleto vitoreando su nombre ¡Ma-nuel… Ma-nuel!
La emoción acumulada durante la noche pareció transformarlo, de día, en un hombre hecho y derecho. Más aún, un ser divino, proveniente de un universo con ideales más perfectos y galaxias más extensas. Un distinto en cuyo espíritu no había lugar para la duda o el error. Durante el trayecto que separaba su casa del club, tres mujeres se dieron vuelta para saludarlo, pero él no las oyó. Las madres que esperaban a sus hijos en el estacionamiento, dejaron de hablar para observarlo, deseando que aquél fuera quien las abrazara y les dijera “mamá, te extrañé”. Manuel solo se limitó a seguir su camino, elegante, varonil, inconmensurable. Salazar, que lo esperaba para enseñarle unas fotografías suyas de cuando era joven y atajaba en Belgrano, se quedó mudo ante su presencia, sosteniendo la manguera en el aire. El chorro de agua saltó las ligustrinas y salpicó a unos perros que dormían a la sombra.
Para entonces, los desvaríos de Manuel Zárate a causa de un amor imposible eran de público dominio. Gonzalo Iturralde se había encargado de propagarlo por todos los rincones del club. Sin embargo, los que alcanzaron a divisar a Manuel Zárate aquella mañana húmeda y sofocante de febrero, comprendieron a todas luces que él se merecía estar con Inés González. Él podría hacer lo que quisiera. Dos de sus compañeros de fútbol salían de la pileta en el momento en que Manuel esquivaba los asadores y se encaminaba hacia las canchas de tenis. Una mirada fugaz les bastó para descubrir el portento. Buscaron tus toallas, se secaron y se marcharon del club, practicando un silencio hondo y penitencial.
Manuel llegó gigante a las canchas de tenis. Los albañiles que habían descolgado la red y cavaban un pozo en el polvo de ladrillo lo observaron detenidamente y reanudaron sus labores: eran creyentes y cualquier sospecha sobre la existencia de entes celestiales en la Tierra les resultaba un hecho menor. Manuel apretó los puños y descargó su mala suerte insultando a los obreros, que comenzaron a arrojarle escombros y pelotitas de tenis podridas. Intentó salir corriendo, pero rebotó contra una pared humana y cayó al suelo.
—Vamos, pibe —dijo el más alto—. Don Cosme te espera en su oficina.
El susto provocado por los matones y la desilusión de saber que Inés no volvería al club hasta que la cancha de tenis no estuviese lista habían hecho estragos en la apariencia de Manuel. Cuando entró en la oficina, más que un ente celestial parecía un gorrión desnutrido. El gallego lo notó de inmediato, comprendió que podía ser más duro de lo que pensaba. Incluso se sorprendió de cuán ingenua podía ser la gente como para que un tipo como él tuviera fama de piadoso.
—Pibe ―exclamó―. Sabés que no puedo permitir que los jugadores de fútbol anden acosando a las tenistas.
—Soy yo, nadie más.
—Ya lo sé, era una forma de decir —encendió un cigarrillo, atendió el teléfono.
Por un instante Manuel se olvidó del hombre desagradable que el humo iba cubriendo y recorrió con la mirada los trofeos detrás de una vitrina. Se preguntó quién los habría ganado. También había fotografías en blanco y negro de planteles de diversas disciplinas. Entre ellas, la imagen de un arquero sonriendo y sosteniendo una pelota con ambas manos. “Salazar”, pensó. Observó el rostro regordete del gallego Andrada y luego se detuvo en el aparato que éste dejó en el escritorio.
—¿Es un celular?
El gallego asintió con la cabeza.
—Mirá, Manuel. Te voy a ser sincero. Tarde o temprano, me termino enterando de todo lo que sucede en este club. Sé que Galimberti te aprecia mucho, y que fue él quien los ayudó con la cuota. También sé que las cosas no te están saliendo, ni dentro ni fuera de la cancha —hizo una pausa, y con la mano dio órdenes a los matones para que se retiren—. La mamá de Inés González vino a verme, muy preocupada por el rumor de un posible romance entre vos y su hija. No supe qué decirle —al oír el nombre de Inés, Manuel levantó la mirada y sus labios se separaron―. Los González son los propietarios de una importante cadena de farmacias y los principales sponsors, por así decirlo, de nuestro querido club. Sin su aporte, las cosas no serían iguales… Vos me entendés, ¿no?
Y concluyó:
—Me duele en el alma tener que decírtelo, pero no tengo opción. Cuando acabe el torneo te daré gratis el pase para que juegues donde quieras.
Manuel lo miró con asombro. ¡Tan obvio había sido! No sabía qué decir, se levantó de la silla y se corrió el mechón negro de los ojos.
—Una cosa más —dijo el gallego—. No te acerques a las canchas de tenis.
El portazo provocó una onda expansiva que esparció las cenizas sobre el escritorio. El gallego las amontonó con la mano y las devolvió al cenicero.
Esa semana se le hizo eterna. El mismísimo presidente del club estaba al tanto de sus pretensiones con Inés. Eso significaba que todos los que venían debajo de él, también lo sabían, pues se suponía que los dirigentes eran los últimos en enterarse de las cosas. Se había preguntado si eso de “posible romance” era un invento del gallego para fastidiarlo o si realmente el rumor había evolucionado hasta ese punto. Y si era así, de qué manera.
El día que los albañiles terminaron de arreglar la cancha de tenis, Manuel estaba ubicado estratégicamente en una esquina de la cantina desde donde podía seguir los movimientos del club. A las 17.12 Inés González saludó a Salazar y siguió en dirección a la cancha, seguida de cerca por otras tres jugadoras. Por un segundo Manuel creyó que Inés lo había identificado, porque la tenista disminuyó el paso, con la cabeza en dirección a ese sector de la cantina. Manuel se quedó helado, sin atreverse a respirar siquiera. La joven reanudó su tranco largo y en pocos segundos que a él le parecieron siglos giró a la derecha hacia su destino de polvo de ladrillo. Manuel pidió un vaso de agua y se tranquilizó. “Es imposible”, pensó, “con el sol dándole en la cara a veinte metros”. Era obvio que Inés estaba al tanto de sus intenciones. Manuel estaba enamorado de ella, y las posibilidades de conquistarla, a esas alturas, eran mínimas: invisibles. El percance con la tenista que ató la bicicleta al alambrado lo había obligado a pintarla de rojo y negro, es decir, a camuflarla con los colores del club. Salazar le contó que mientras le explicaba que la bicicleta pertenecía a un vagabundo y le devolvía la cadena y el candado, ella no parecía sorprendida. Tampoco le molestó que el candado estuviese roto. Salazar además le contó que antes de volver a la cancha de tenis, la jugadora le dijo “bueno, pero que sea la última vez” con una convicción fuera de lugar. Y lo más importante: ¿Quién la acompañaba? Nada más y nada menos que Inés González. Ese detalle bastó para que Manuel desapareciera por un tiempo. Pero ese día Manuel estaba allí, a 20 metros de la cancha de tenis, con una gorra ridículamente grande y anteojos negros. En un momento se preguntó qué cuernos hacía escondido como un cobarde. Se levantó y se fue a su casa. Esa noche empezó a asimilar la idea de que tarde o temprano debería olvidarse de Inés.
El domingo, Galimberti los reunió en el vestuario para darles una noticia muy importante. En horas se enfrentarían al Club Atlético Estudiantes. Tenían que ganar o ganar si querían tener chances de pelear el campeonato. El clima en el vestuario era tenso.
—Escúchenme una cosa —les dijo Galimberti—. Todos sabemos que el de hoy es un partido decisivo para seguir con posibilidades de campeonato… No voy a andar con vueltas, ya son grandes, algunos ya cumplieron quince años, y además tienen derecho a saberlo —hizo una pausa, y continuó—. Los estarán observando cazatalentos del club Belgrano de Córdoba. Necesitan jugadores para las inferiores, jugadores con la mente fría y el corazón caliente.
Los jugadores quedaron mudos. Manuel observó cómo Gonzalo Iturralde se acercaba a hablar con Galimberti, y luego de un breve intercambio de palabras, el jugador abandonaba el vestuario. Inmediatamente después, Galimberti alzó la vista y ubicó a Manuel, sentado en un banquito de madera. El entrenador se acercó y le dijo que se olvidara de los cazatalentos y jugara sin presión. Manuel asintió, pero en realidad estaba pensando en otra cosa. Algo que se le acababa de ocurrir. Sabía que si se animaba a hacer lo que estaba tramando, su vida cambiaría para siempre. Tomó su mochila y salió afuera. Necesitaba aire fresco. La decisión que acababa de tomar era quizás la más importante de su vida. Con los botines de fútbol puestos llegó a la cancha de tenis, dispuesto a todo.
Divertidas, impertinentes, ruidosas, las adolescentes corrían por toda la cancha sin las raquetas. Minifaldas, pantalones cortos y chombas de piqué, enteritos, viseras, muñequeras de toalla, polleras de algodón. A Manuel le costó distinguir a Inés entre las demás, ya que todas estaban de blanco. Al hacerlo, quedó paralizado. Las jugadoras parecían tan ensimismadas en su recreo que ni siquiera advirtieron su presencia detrás del alambrado. Sacudió la cabeza, empezó a respirar hondo. Volvió a fijarse en Inés. Gotas de transpiración descendían por sus muslos bronceados y eran absorbidas por la media de algodón. En sus labios, carnosos y de un rojo intenso, parecía latir toda la vitalidad de su joven corazón. Manuel seguía duro como una estatua, sin mover un dedo. Incapaz que planificar cualquier tipo de comportamiento normal, no se percató que una jugadora hablaba con unos albañiles que estaban del otro lado del alambrado: les pedía la pelotita que había caído al barro. “Basta, cagón, andá y encarala de una vez”, se dijo, al parecer en voz alta, porque Inés giró sobre su cintura minúscula y por entre los mechones rubios creyó distinguir al muchacho que se aproximaba hacia ella. Las palabras que Manuel tantas veces había ensayado se esfumaron, y para no desmayarse comenzó una pelea mental contra él mismo con el fin de que aquello pareciera cosa de todos los días. Por eso no escuchó el grito del albañil, y solo divisó el objeto no identificado sobrevolando el cielo, apuntando directo a la melena amarilla de Inés, cuando ya era demasiado tarde.
¡Pues él no lo permitiría! Cuando empezó a correr, la pelotita embarrada había pasado por encima de Inés sin tocarla, y ahora, se dirigía hacia él. No iba a agarrarla: usar las manos era cosa de mujeres; tampoco iba a correrse: huir era de cagones. La única que le quedaba era pegarle una patada. Y así lo hizo, como Enzo Francescoli en la final de la Intercontinental. La gente lo ovacionaría llevándolo en andas por las calles de la ciudad. Se perfiló para la derecha y le pegó nomás, con tanta mala suerte… pero con tanta mala suerte que el pelotazo impactó de lleno en la frente húmeda de su amada. Un silencio fantasmal se adueñó del ambiente. Las otras jugadoras corrieron a auxiliarla.
Lo más notable de esta historia es que Manuel Zárate jamás vislumbró que Inés González también se estaba enamorando, no de una manera loca y atropellada como la suya, sino más bien lenta y despreocupada, casi por curiosidad. Desde un principio supo la verdad acerca de la misteriosa bicicleta que un día apareció apoyada sobre la red de la cancha de tenis. Gonzalo Iturralde, quien entonces pretendía conquistar a Emilia Caballero (la jugadora que había atado la bicicleta al alambrado), le reveló las intenciones de su compañero con el evidente propósito de ridiculizarlo. Al otro día, fue la propia Inés la que compró la cadena de hierro y el candado, y convenció a su amiga para que atara la bicicleta al alambrado. Manuel, arrinconado entre la espada y la pared, al fin daría la cara. El plan fracasó. Inés González jamás se hubiera fijado en él de otra manera, pero cuando al fin lo hizo, aquel joven alto y huidizo que veía pasar hacia las canchas de fútbol le empezó a llamar la atención. Si bien eso de olvidar apropósito la bicicleta con la esperanza de que ella se la lleve a su casa le parecía, como a todo el mundo, una completa idiotez, bastó para movilizarla. Pensó que un chico capaz de arriesgarse así por un amor no correspondido sería capaz de hacer feliz a cualquier mujer. Quedó perturbada. Por eso, cuando Salazar les devolvió el candado con el verso de que la bicicleta pertenecía a un vagabundo, Inés se convenció de que el enigmático Manuel Zárate era, a fin de cuentas, un maricón que no tenía lo que había que tener para enfrentar la situación como un hombre, y decidió olvidarse de él. Sin embargo, cuando el rumor se esparció por el club y un avergonzado Manuel tomó la decisión de volverse invisible, la tremenda curiosidad de la tenista terminó por hacer lo suyo. Desesperada, lo buscó por todas partes. No lo encontró. Las ansias por comprobar aquel rumor casi marchito la hicieron perder el control de sí misma. Las amigas que antes se burlaban de ella y de su insólito interés en aquel futbolista desfachatado y pobre comenzaron a preocuparse de verdad cuando notaron tristeza y agonía en su semblante. Ellas también buscaron a Manuel por todo el club para ponerlo al corriente de la situación, pero no lo hallaron. Emilia Caballero accedió a hablar con Gonzalo Iturralde, a quien había rechazado días atrás. Éste le dijo que Manuel estaba muerto. Ella no se lo creyó, pero entendió que el asunto había llegado a su fin. Por tal motivo, el día que Manuel Zárate al fin decidió a hablar con ella las encontró jugando a la mancha con la única intención de divertirse y olvidarse del mundo. Pero cuando corrieron a auxiliar a su amiga desvanecida en el polvo de ladrillo con el rostro cubierto de barro, Manuel entró en estado de shock, y salió corriendo, no como lo hubiera hecho el Enzo luego de marcar un gol, sino como la rata más despreciable de la ciudad.
Anduvo vagabundeando hasta que la desolación lo obligó a buscar en su casa una mísera pizca de contención. Estaba por entrar, cuando de pronto, con la mano aferrada aún al picaporte, se dio cuenta de que por primera vez en su vida se había olvidado la bicicleta en el club. Lo atacó un repentino cariño por ella. Se sintió sucio, con el peso de la traición sobre su espalda. Le debía una sincera disculpa. La había llevado engañada tantas veces; la había explotado obligándola a cumplir estrictas e inhumanas rutinas de trabajo, bajo la lluvia o al rayo del sol. La había usado de anzuelo para sus disparatados propósitos. Aún con sus pezuñas envolviendo el picaporte de su casa, Manuel se dio asco. No era más que una lombriz solitaria dando vueltas en el aire caliente de verano.
Entonces sucedió algo increíble. Llegó al club y vio que la bicicleta no estaba donde la dejaba siempre, apoyada en la pared de la administración, a la vista de Salazar. De fondo podía escuchar los gritos de las hinchadas. No quería pensar en lo que le diría Galimberti. Era un desertor. Huir antes de un partido era lo más bajo que un jugador podía caer. No le importaba lo que pensaran sus compañeros. Pero Galimberti sí. También Salazar. Ellos se habían jugado por él, y les había fallado. De pronto, un grito lo estremeció.
—¡¿Pero dónde te habías metido, hombre?! ―le dijo Salazar―. Hace rato que estoy llamando a tu casa.
—¿Qué pasó? ¿Dónde está la bici?
—Inés, Manuel… Inés se llevó la bicicleta.
De haber estado presente un cazador de talentos, se lo llevaba directo a las olimpiadas a que compita junto a los grandes de los cien metros llanos. Corrió como nunca antes un bípedo lo había hecho por aquellas aletargadas veredas. Debido a la velocidad con que iba no alcanzó a frenar, y derribó puerta, postigos y bisagras y con ellos se metió adentro de su casa. Y allí estaba, entre los sillones del living, inmaculada y maravillosa, su querida Tomaselli.
—Hijo, yo le dije que te esperara, hasta le ofrecí un vaso de jugo, pero dijo que tenía prisa.
—¿Dijo adónde iba?
—No, te dejó saludos y se fue. Tiene que haber ido a bañarse, pobrecita, estaba toda embarrada.
Volando tomó las riendas de la bicicleta y empezó a pedalear. En el estado en que estaba, no fue capaz de procesar con moderación la información suministrada por su madre. Inés, la mujer de sus sueños, le había dejado saludos a él,
―Inés me dejó saludos a mí, a Manuel Zárate, Inés, realmente me dejó…
Los testigos del accidente aseguraron que el joven cruzó el semáforo en rojo cuando el conductor del Peugeot 404 pisó a fondo el acelerador. Su cuerpo salió despedido unos diez metros, cayó y se arrastró unos cinco o seis metros más. La bicicleta impactó sobre la puerta del acompañante. El conductor se negó a bajar del auto hasta que llegó la policía y entre cuatro lograron desprender los dedos del volante. Según la declaración de los testigos, lloraba a moco tendido su suerte desgraciada. Quiso justificar sus ciento veinte kilómetros por hora en una avenida alegando que la semana pasada una pelota de fútbol le había estallado el parabrisas en ese mismo lugar. Y que tan solo unos días antes una paloma se le había metido en el radiador, muy cerca de allí.
Manuel no se lo hubiera creído. Inés lo estaba esperando hacía rato sentada en el cordón de la vereda del club, todavía con restos de barro seco en la cara y el pelo. Esa noche, los dirigidos por Galimberti perdieron con un gol sobre la hora. Gonzalo Iturralde observó desde el banco cómo los otros suplentes ingresaron durante el desarrollo del encuentro, todos, menos él. Cuando un periodista le preguntó a Galimberti por qué no lo metió, éste respondió lisa y llanamente:
―Pregúntenle al presidente del club.
Al final de la temporada, Galimberti renunció. De los cazadores de talentos nada se supo. El gallego Andrada perdió las elecciones.
Tres semanas después:
Para no defraudar a los médicos del hospital, a Galimberti y a Salazar, Inés González y Manuel Zárate formalizaron su noviazgo el día que le dieron el alta, coronando casi un mes de insufrible rehabilitación. Esa noche, Salazar los homenajeó con un costillar junto a la pileta del club, en la cual nadaron bañados por la luna hasta altas horas de la madrugada.
La que nunca volvió a verse fue la desdichada Tomaselli. Un corrido popular hace sospechar que un oportunista la tomó prestada en medio del tumulto derivado del accidente. Otros juran que la vieron andando en los barrios periféricos de la ciudad, donde sólo la policía se atreve a ingresar.