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¿por qué rutas mágicas?

Todo comenzó cuando vendí mi Wolkswagen Gol y me compré la Renault Kangoo, con espacio para armar una cama y llevar más cosas… Un momento. Ahí no empezó todo. Fue antes, digamos… tres años antes, en 2014, en la ciudad de Córdoba (Argentina) cuando conocí a Carlitos, un viajero español que venía bajando desde Canadá en su camioneta. Nos hospedábamos en el mismo hostel, y esa noche de viernes nos habíamos quedado charlando él, yo y un tucumano. Era un viernes de febrero (pleno verano en Argentina) y el hostel explotaba de gente yendo y viniendo arreglándose pasar salir y tomando fernet con coca. El barrio de Nueva Córdoba es famoso porque está lleno de universitarios, y a la noche todos salen. Todo el barrio es una fiesta. Pero nosotros seguíamos de malla y ojotas, tomando mate, abstraídos. El tucumano y yo estábamos fascinados con Carlitos. Tenía un aspecto desalineado, rastas a la cintura, deslizaba entre los dedos sus cigarrillos armados con una paciencia infinita. Más de una hora transcurría desde que empezaba el armado hasta que lo fumaba. Así era Carlitos. Nos contó un millón de historias. Iba camino a Ushuaia. La capital de Tierra del Fuego es una ciudad mítica a la que todo viajero quiere llegar: es el “fin del mundo”.

Al día siguiente nos mostró su camioneta con las banderas de los países por los que había pasado, tomamos unos mates y nos despedimos. Carlitos siguió su viaje a Ushuaia, y yo me volví a casa… Pero algo había cambiado, lo supe en cuanto me subí al colectivo: algo se había encendido dentro de mí. Todo lo que hice desde entonces fue pensar de qué manera podía hacer un viaje como el de Carlitos, “vivir viajando”, sin rumbo y sin horarios. Me hice un instagram: Rutas Mágicas, compré una Renault Kangoo modelo 2012, le hice unas modificaciones y salí a la ruta, destino: Potrero de los Funes (San Luis) 120 km al oeste de Villa Mercedes.

En la vereda de casa, en Villa Mercedes, en los días previos a la salida.
Lago Potrero de los Funes, San Luis, Argentina. Diciembre 2018.
Anita y Raphael, viajeros suizos. Compartimos el mismo camping a orillas del Lago Potrero de los Funes, San Luis, Argentina.
Disfrutando de la siesta en mi patio de pinos.

El viaje a Potrero de los Funes fue una prueba piloto, un viajecito corto para ver si me adaptaba a la vida nómade, a dormir en cualquier parte, pero sobre todo para saber qué cosas realmente necesitaría para un viaje largo. Como todo buen viajero, tenía un plan b, un haz bajo la manga, porque si bien había ahorrado, eso no me alcanzaría para viajar el tiempo que yo quería. Yo quería viajar un año, mínimo. El producto: libros. La estrategia: venderlos. El objetivo: generar dinero durante el viaje. En Potrero me contacté con la gente de Cultura, me dieron un espacio en la feria.

Mi stand de libros, junto al stand de Osvaldo Olivera, músico y artesano de San Luis.

Lleno de miedos y de incertidumbre, armé el stand y coloqué los libros bien ordenados. No sabía lo que podía llegar a pasar. Había mucho en juego, y la expectativa era grande. Por otro lado, me tenía una fe inquebrantable y rebosaba de buena energía. El entusiasmo del viaje me dio un impulso que se llevaba por delante cualquier pensamiento negativo. Una semana, los siete días, vendí libros como si lo hubiera hecho toda mi vida. Me los sacaban de las manos como pan caliente. Fue increíble, conocí gente maravillosa y me divertí muchísimo. Mi plan había funcionado. Todo iba bien. Lo que yo había proyectado y deseado, se estaba cumpliendo. Un día antes de navidad volví a casa, pasé las fiestas con mi familia, y el 20 de enero volví a la ruta, destino: ciudad de Córdoba.

En la feria de Potrero de los Funes, con dos viajeras y el maestro Osvaldo Olivera.
En Córdoba pasé mi cumpleaños y lo festejé con amigos.

De la ciudad de Córdoba seguí a Capilla del Monte. Quizás fue la lluvia y el frío, pero no la pasé bien y volví a la ruta. Quería sumar kilómetros y descubrir nuevos caminos y nuevos lugares. Es una sensación única. El verde de los campos, el cielo que va cambiando de color a cada rato, el paisaje en lenta armonía con cada célula de mi cuerpo. A veces entro en trance, maravillado con la naturaleza y conectado con todo lo que me rodea. Creo que nunca me había sentido más vivo, más real. En Capilla del Monte tenía que decidir hacia dónde seguía viaje. Se me vino a la cabeza Colonia del Sacramento, en Uruguay, que no conocía y quería ir. No lo pensé demasiado. Llené el tanque y enfilé hacia Entre Ríos. El río Paraná tenía un imán que me atraía. Disfruté como un niño andando por esos caminos. La sensación de avanzar, por el solo hecho de avanzar, dejando atrás algo que no sabemos bien qué es, pero que es parte del mundo. Porque así me siento cuando manejo, siento que no estoy en ninguna parte, como la ruta, que no es de nadie y es de todos. Es una zona liberada que conecta un lugar con otro. Conecta personas y también conecta civilizaciones enteras. Si alguna vez había sentido que ya no me asombraba nada, durante el viaje le tocaba bocina a los perros que caminaban por la banquina. Era la libertad en su máxima expresión. La libertad que el sistema y la rutina nos van quitando de a poco, yo la estaba recuperando con cada kilómetro que hacía.

Apenas llegué a Gualeguaychú, paré en una plaza a almorzar. Para cocinar usaba una garrafa de 3 kg.
Balneario Ñandubaysal, a orillas del Río Uruguay. A 20 km de Gualeguaychú.
En Gualeguaychú, con Ro y Fer de Las rutas de Yaco.
Días antes de cruzar a Uruguay.

Entré en Uruguay con lluvia. Era la primera vez que salía de Argentina manejando un auto. Recuerdo la sensación extraña que me provocó ver las patentes de los autos, distintas a las argentinas, las estaciones de servicio de empresas que no conocía. Puede parecer una tontería, pero mientras lo escribo se me pone la piel de gallina. Sentí que luego de cruzar la frontera no había vuelta atrás. De allí en más todo sería hacia adelante. Subirme a la máquina y dejarme llevar por el camino. Solo era cuestión de andar, y andar, y andar. Esa era la fórmula de la alegría. Tan simple como eso, y lo sentía en el cuerpo a medida que avanzaba por la ruta 21. Llegué a Colonia del Sacramento de noche y con lluvia. Estacioné en la rambla, de frente al Río de la Plata, oscuro e inconmensurable bajo la lluvia. Armé la cama y me acosté. Era mi primera noche como extranjero. No podía ser más feliz.

Con amigos de Couchsurfing en la Calle de los Suspiros, Colonia del Sacramento.
La máquina descansa sobre el empedrado. Febrero de 2019. Colonia del Sacramento.
Con Leti y Hugo, genios de la vida. Me alojaron en su casa de Colonia del Sacramento.
Colonia fue de los lugares que más me gustó. Atrás, el Río de la Plata.

Podría haberme quedado a vivir en Colonia, vendía libros en la feria los domingos, Leti y Hugo (me alojaba en su casa) no me dejaban ir y me decían a cada rato que me quedara. Pero había que seguir. Puse un CD de Cafrune y salí a la ruta. Uruguay me recibió con los brazos abiertos. Su gente cálida y relajada, te hacen sentir bienvenido a donde vayas. Luego de Colonia estuve en Montevideo y Playa Marindia. En Atlántida me quedé sin plata. Me venía manejando bien con los pesos uruguayos de la venta de libros en Colonia, pero me excedí en algunos gastos y quedé en cero. Nafta tenía, el problema era que necesitaba efectivo para los peajes, y en Atlántida no vendería ni un libro. No era fin de semana y corría un viento que complicaba aún más las cosas. En pocas palabras, estaba varado. Era la primera vez en todo el viaje que abría la billetera y no tenía nada. Ni un peso. Si bien lo había previsto, porque estaba dentro de las posibilidades, esta vez no había un plan b. De inmediato, se me activaron todas las alarmas. Había estacionado frente al mar, el cielo totalmente limpio, de un azul intenso. El mar, a lo lejos, tenía una coloración turquesa. Analicé mis opciones, eran las 4 de la tarde. Tenía que hacer algo antes de que me agarre la noche. Sin desesperarme, tomé un manojo de libros, los más finitos, y me quedé pensando hacia dónde caminar. Si la gente no venía a mí, yo iría a la gente. En esas estaba, cuando de pronto se me acercan dos personas que había visto sentadas en un banco, mirando el mar. Creo que eran pareja, no recuerdo. Me confesaron que vieron la Kangoo ploteada, los libros arriba del capó, y eso llamó su atención. Les conté lo que hacía. Nos quedamos charlando un rato. Visto en perspectiva, me imagino a mí mismo hablando, contándoles que quería vivir la aventura de viajar por tiempo indeterminado. Que quería tener la libertad de subirme a la máquina y manejar a cualquier parte. Habrán pensado que estaba loco, o quizás me entendieron… lo cierto es que la magia del viaje hizo lo suyo. Una novelita que no valía ni 200 pesos, ellos me la compraron a 500. “Para los peajes”, me dijeron. Me negué a recibirlos, pero insistieron. No me olvido de sus ojos, tenían el brillo y la expresión de las personas buenas. Estaba tan emocionado y afectado por el gesto, que me olvidé de pedirles un teléfono. Por suerte me saqué una foto:

Me ayudaron cuando más lo necesitaba. No sé sus nombres, no supe más de ellos.
Recién llegado a Piriápolis. Al igual que con Colonia, fue amor a primera vista.

Me mojé la cabeza y volví a la ruta. Llegué a Piriápolis de día. Quedé enamorado de esta ciudad. Sus aguas son una mezcla de Río de la Plata y Océano Atlántico. La proximidad del mar flota en el aire y se respira. Supongo que para todos los que nacimos lejos del mar, alcanzarlo es siempre una alegría. Me hubiera gustado conocer las famosas playas de Rocha, pero ya era marzo y empezaba el frío. El verano había pasado, pero no me rendí: si el calor se fue, me dije, voy a ir yo a buscarlo. En mi cabeza siempre había estado Brasil, así que en Punta del Este tomé la decisión y le pegué derecho hasta Florianópolis. Crucé medio Uruguay y tres estados de Brasil en dos días, y definitivamente valió la pena el esfuerzo.

En Piriápolis me tocaron días de sol y viento fuerte.
¡Hasta pronto Piriápolis!
Primer día en la isla de Florianópolis (Brasil), en el muelle de Canasvieiras.

Otro de los momentos mágicos del viaje, en Canasvieiras (Florianópolis), cuando me bajé de la máquina y caminé hacia la playa. Era un día de sol radiante. Enterré los pies en la arena y me quedé mirando el mar azul y espumoso, brillando bajo el sol del mediodía. No me metí al agua, me preparé unos mates y me quedé en la playa. Tuve la sensación de que mi viaje recién empezaba. Había superado algunos obstáculos, había andado unos 4.000 km. Había bajado de peso. Había salido de un país con buzo y campera, dos días después estaba en otro país, de malla y musculosa. Me había adaptado a la vida nómade de una manera que hasta a mí me sorprendía. Me había dado cuenta de que podía hacer el viaje largo que tanto quería, y disfrutarlo a pleno. De ánimo estaba bien arriba, podía notarlo en el arrojo con que emprendía cualquier actividad. La adrenalina del viaje me dio una claridad de pensamiento que aproveché al máximo. A medida que solucionaba problemas, mi confianza aumentaba. Me sentía capaz de hacer cualquier cosa. Sin dudas, estaba en mi mejor momento. Y además, tuve la suerte de caer justo para semana santa, y Canasvieiras para esa época se llena de argentinos y uruguayos. Conocí gente maravillosa, hice amigos con los que sigo en contacto, vendí libros y recorrí la isla de sur a norte. Entre esos amigos está Joaquín, un cordobés que era pushador en un restoran, y Lennox, un viajero de Puerto Madryn que rodaba en su motorhome que era un dinosaurio al lado de la Kangoo. Los tres pegamos onda y seguimos viaje juntos. Pero todavía falta para eso.

Santo Antonio de Lisboa. Un pueblo mágico en la isla de Florianópolis.
Pedra da boa Vista (Florianópolis) luego de una trilla de dos horas por la selva.

En Brasil empecé a entender a qué se referían los viajeros que me iba cruzando en el camino cuando decían “la magia del viaje”. Eso significa que, en el momento menos pensado, o cuando más lo necesitás, los planetas se alinean y el cosmos conspira a tu favor. Todo fluye y los problemas quedan atrás. Así funciona la Magia del Viaje.

Los morros, un clásico de Brasil.
En Campeche (Florianópolis) junto a otros viajeros argentinos.

En Canasvieiras estuve un tiempo y luego me dediqué a recorrer la isla de las 100 playas, y de paso iba tanteando el terreno con la idea de vender los libros. Para ser sincero, no le tenía fe. En general, la isla me parecía más un lugar donde vender helados y lentes de sol, pero libros, ¡y en castellano! No iba a ser fácil. En Ingleses conocí brasileros de todas partes que iban a vender sus productos a la isla. Hablando con ellos en mi portuñol acriollado, de a poco fui entendiendo cómo viven los brasileros. Viven del turismo básicamente, es decir, de lo que les venden a los turistas. Gastan lo justo y necesario, y aman a los argentinos porque no “regatean” los precios.

Paulo y Renato viven de la venta de alfombras, camisetas de fútbol, paraguas, todo lo que se pueda vender. Ingleses, Florianópolis, Sur de Brasil. Abril de 2019.

Lennox, el viajero de la Patagonia, había echado raíces en Campeche, a una hora de Canasvieiras, mientras yo iba y venía por la isla. A veces me quedaba dos o tres días, otras veces tomaba unos mates con Lennox y seguía viaje. En la entrada del balneario pasaba por una pequeña librería, pero siempre estaba cerrada. Era la única librería que había visto en toda la isla. Una vez pasé caminando, y vi dos cajas junto a la puerta cerrada. Las abrí, y vaya sorpresa, ¡eran libros! Encima clásicos, que son los que más se venden, en portugués: Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, Miguel de Cervantes, entre otros. Fue un golpe de suerte, y me sirvió para tomar envión. Llevaba casi un mes sin generar ingresos, mi economía tambaleaba sobre la cuerda floja. Probé suerte en Ingleses, ya con los libros en portugués. Me fue bien. No era para volverse loco, pero tenía un buen presentimiento. Volví a Canasvieiras justo para el inicio de semana santa. Fue un boom. Los turistas se amontonaban en el stand, querían un libro para leer al otro día en la playa. Yo hablaba con todos al mismo tiempo, al que no tenía plata se los prestaba, parecía un pulpo, no me daban las manos. Fue genial, haber trabajado en algo que disfrutaba, ganar dinero para seguir viajando, hacer amigos, conocer gente nueva. ¿Qué más se puede pedir? Si algo me enseñó el viaje es que la buena energía atrae buena energía. Es una ida y vuelta que deja al descubierto lo mejor de cada persona. El motor que mueve los engranajes. Pude comprobarlo, no tengo dudas al respecto.

Mesa de libros en inglés, español y portugués. Abril, 2019. Atrás, la máquina en el estacionamiento de un supermercado en Ingleses.
En Ingleses, una noche terminé de vender libros tarde, me fui a comer y cuando salí, se habían ido todos, menos ella. La máquina, siempre fiel, me estaba esperando. No pude resistirme y le saqué una foto.
En Canasvieiras vendí cerca de 100 libros. Abril, 2019.
Vendiendo libros de 19 a 23 hs, en Canasvieiras ganaba en promedio 200 reales por día.

Llegó la hora de seguir viaje. Como íbamos para el mismo lado, partimos juntos, Joaco y Lennox en su motorhome, yo en la máquina. Próximos destinos: Bombas, Porto Belo, Bombinhas, Camboriú, Itajaí, siempre por la emblemática BR 101, que corre paralela al mar. En Ingleses, antes de salir, había llevado la máquina al taller para un cambio de pastillas y discos de freno. En Porto Belo me di cuenta de que perdía agua por la bomba del termostato. Decidí volver a Ingleses y revisar la pérdida en el taller que me había cambiado las pastillas. Viajé de noche, que hay menos tráfico, con el miedo de quedarme sin agua en el radiadior. Si eso pasaba, el motor podía fundirse. Por suerte anduvo todo bien, me cambiaron la bomba y pude regresar a Porto Belo sin problemas. Esa noche festejamos con unas cervezas, ¡estábamos en ruta de nuevo!

El agua se filtraba por la junta de la bomba termostática.

No sé nada de mecánica de autos. Esa es la verdad. En general la Kangoo anduvo bien, tuvo sus cosas como cualquier máquina, y yo me ponía muy nervioso cada vez que fallaba o algo se rompía. Pero muy nervioso. Claro, no sabía de motores, entonces todo lo que podía hacerse estaba fuera de mi control. Eso, en todos los órdenes de mi vida, me ponía los pelos de punta. No me quedaba otra más que confiar en los mecánicos. Hablando con Lennox, que había trabajado de chico manejando los camiones de su padre, me decía que no me haga tanto problema. “Son fierros, y los fierros se rompen, y se arreglan”, me dijo. Y me lo decía él que tenía que lidiar con un armatoste más grande y más viejo que el mío. Desde entonces, no me quemo tanto la cabeza: si tiene solución, ¿para qué hacerse problema?

Joaco, Lennox, yo y una perrita que fue nuestra guía turística en Bombinhas.
Lennox arreglando su motorhome Mercedes Benz 608. Camboriú, Mayo de 2019.

En Camboriú nos juntamos con otros viajeros, también argentinos, Eze y Lu, de Buenos Aires. Estuvimos una semana, que para mí fue demasiado, estaba nublado, la playa con arena dura y el agua era marrón. Seguimos viaje, Joinville, Curitiba, la BR 116, 300 km. de nada y en lugar de seguir por la BR 116 hacia San Pablo, doblamos hacia el mar. Eze y Lu estaban en Guaruyá, y hacia allí fuimos. Guaruyá es a los paulistas lo que Mar del Plata es a los porteños. Algo así, para que se den una idea. Pero como fuimos fuera de temporada, no había nadie. Creo que éramos los únicos blancos en toda la ciudad, poco acostumbrada a recibir turistas en esa época. Pero nosotros no éramos turistas, éramos viajeros, que es muy distinto. Con Joaco decidimos probar suerte con los libros. Nos fue bárbaro, vendimos muy bien, llenamos el tanque de nafta de la Kangoo y seguimos viaje.

Vendiendo libros en Guaruyá, en el Estado de San Pablo.

Desde que habíamos salido de Florianópolis sabíamos con Joaco que nos quedaríamos en Río de Janeiro un tiempo. Los dos queríamos lo mismo: disfrutar a pleno de esa mundialmente famosa metrópoli, de sus playas, su noche, su gente, como se dice, “curtir” Río. Entrar en sintonía y bailar al ritmo de la ciudad. Mucha gente nos había dicho que no fuéramos a Río, que era muy peligroso. Pero estar en Brasil y no ir a Río era un crimen que no nos perdonaríamos. Lennox no estaba convencido. Por el momento disfrutábamos del viaje sin preocuparnos mucho por la planificación. Vivíamos el día a día. Cada mañana comenzaba una nueva aventura. Un nuevo desafío. Los tres habíamos conectado a la perfección. Éramos un equipo, nos levantábamos temprano, tomábamos unos mates, y recién entonces arrancábamos para algún lado. Eso nos fue uniendo, y aunque en el momento no nos dábamos cuenta, estando lejos de casa, en un país extranjero, esa contención mutua fue clave. Fuimos una familia por 3 meses. Estoy escribiendo esto en plena cuarentena del coronavirus. Veo las fotos del viaje y no puedo evitar emocionarme. Pasamos muchas cosas juntos, buenas y malas, más buenas que malas. Muchas personas que nos cruzábamos nos decían “hay que tener huevos para hacer lo que ustedes hacen”. Y a mí me hacía ruido, porque estaba haciendo lo que quería, estaba cumpliendo mi sueño de vivir viajando. Eso no requería coraje, era más como dejarse llevar y estar atento. Y disfrutar, lo máximo posible. Pero ahora entiendo a qué se referían esas personas que nos admiraban y nos felicitaban. Tenían razón, había que ser valiente y estar convencido, si no al primer revés pegás la vuelta. También me doy cuenta de que viajando en auto estás limitado. No te podés volver cuando vos quieras. Si las cosas van mal, tomar un vuelo a casa no está dentro de las posibilidades. No, señor. Hay que seguir, como sea. Pero por otro lado, si te bancás esa presión, pasás a otro nivel. y cuando decís: “soy capaz de superar cualquier obstáculo”, sabés que lo estás diciendo muy en serio. Ahí ya no te para nadie. En un viaje de esta magnitud te das cuenta de que el mínimo error te puede costar carísimo. Pero también sabés que llega un punto en que tenés que dejarte llevar porque ni vos ni nadie puede controlarlo todo. Si encontrás el equilibrio entre esos dos pilares, vas a andar bien.

De Guaruyá seguimos viaje con destino Paraty, ya en el estado de Río de Janeiro. Otro caso de amor a primera vista. Paraty es hermoso, y no vas a encontrar nadie que te diga lo contrario. A mí me hacía acordar a Colonia del Sacramento. En Paraty nos sumamos a una caravana de viajeros, en su mayoría argentinos, que estaban parando con sus vehículos en un estacionamiento, frente al mar. Un lugar precioso. Se armó un grupo muy lindo. Todos compartíamos la misma pasión. El mismo sueño nos había reunido en aquellas tierras bañadas por el Atlántico. En Paraty nos quedamos un mes. Entre los viajeros estaba Daniel, un mendocino que viajaba con su novia Jésica en una Trafic. El Dani para todos. Entre él, Eli (otro viajero de Buenos Aires) y yo diseñamos lo que fue mi nueva cama. Una estructura de madera en elevación, lo que me dejaba todo el espacio de abajo para guardar mis cosas. ¡Quedó hermoso! Armaba la cama mucho más rápido y con el colchón que me hice hacer a medida, un lujo.

El Dani adentro de la máquina, a pleno en la construcción de la cama. Junio de 2019
Caravana de viajeros en la bahía de Paraty, 250 km al sur de Río de Janeiro.
salida a andar en roller…

terminé en el piso!!
por hacerme en canchero

El mes que estuve en Paraty me sirvió para organizarme, tirar o regalar lo que no usaba, construir la cama, aprender a vivir en comunidad. No vendí libros, no estaba permitido. Me relajé y me dediqué a hablar con el resto de los viajeros, escuchar sus historias y contarles la mía. El casco histórico de Paraty es muy lindo, todos los días nos dábamos una vuelta, hasta me di el gusto de dar un paseo en barco por las siete playas más lindas de la bahía. Comí pescado en el barco y me saqué fotos con pescaditos de colores. En modo turista por un día. La pasé genial.

Paseo en barco por las playas más lindas de la bahía de Paraty.
El mar de Paraty desde la Kangoo. Con esa vista despertaba todos los días.
La primera foto que tomé en Río de Janeiro. Cae la tarde en Ipanema.

Entramos a Río de Janeiro a las 4 de la madrugada, hay menos tráfico. Gracias a la nueva cama en elevación pudimos dormir cómodos con Joaco los dos en la Kangoo. Al otro día, cuando íbamos a la playa nos cruzamos con David y Sil (el Chino y la China), dos tucumanos que había conocido el año anterior, en esa misma playa: Ipanema. Ellos vendían empanadas (hechas con receta argentina) y yo había viajado con mi hermana dos semanas de vacaciones. Esta vez fue el Chino el que me vio primero, y me gritó. Habíamos empezado con el pie derecho. Los chicos nos pasaron buena data de cómo manejarnos en la ciudad, nos ayudaron a ubicarnos, nos abrieron las puertas de su departamento.

Los primeros días nos dedicamos a disfrutar de la playa. Estábamos en julio, pero en Río hace calor todo el año, y nos tocaron días espectaculares. Lennox pasó de largo a Arraial do Cabo, y con Joaco decidimos quedarnos en Río. Yo no quería seguir vendiendo libros, tenía ganas de hacer otra cosa. Así que no la pensamos tanto: empezamos a vender empanadas en la playa. Nos dimos cuenta por qué había tantos argentinos vendiendo empanadas en Ipanema y Copacabana. Trabajábamos de 12 del mediodía a 4 de la tarde, y ganábamos entre 150 y 200 reales por día. Nada mal para ser mi primer trabajo fijo en lo que iba del viaje. Joaco ya había trabajado en varios restoranes en Florianópolis, pero yo solo había vendido libros. Así que a la semana de haber llegado a Río ya estábamos asentados, habíamos hecho amigos y ganábamos dinero. Era un trabajo que requería de interacción social y buena predisposición, y tanto Joaco como yo nos adaptamos rápido. Hablar inglés me facilitó las cosas, porque les vendía empanadas a los extranjeros que no hablaban español. Había veces en que vendíamos todas las empanadas a las dos de la tarde, y nos metíamos al mar, aprovechábamos el día. A la Kangoo la dejé fija en un lugar y me manejaba en colectivo o metro. Hacíamos cosas distintas para no caer en la rutina. De todos modos, pienso que es difícil caer en la rutina en una ciudad como Río. Conocíamos mucha gente en la playa, gracias a nuestro trabajo, y siempre había algo para hacer. Llevábamos un ritmo de vida intenso, comparado con otros lugares y otros momentos del viaje. Hay una foto que nos sacamos con Joaco, después del trabajo, habrán sido las 7 de la tarde, tomando unas cervezas en Ipanema, en una tienda de Avenida Visconde de Pirajá y Farme de Amoedo. Es una zona muy transitada: autos, colectivos, motos, repartidores en bicicleta, gente caminando sola o acompañada, latinos, gringos, brasileros, japoneses, europeos, de todo tipo, tamaño y edad, hablando en su idioma, paseando sus perros o tomando cerveza como nosotros. Cada uno en la suya, sin molestar a nadie. Y nosotros ahí, con una cara de felicidad que no podíamos disimular.

Después de una jornada de trabajo, las merecidas cervezas. Julio de 2019.
Tomando unos mates en Ipanema.
Lennox nos visitó en Río a mediados de agosto.

El 18 de agosto de 2019 emprendí el regreso a la Argentina. Llevaba cinco meses en Brasil, el máximo permitido son seis. Quería hacer las cosas bien, además habíamos estado dos meses y medio en Río, casi sin movernos, el cuerpo me pedía ruta a gritos. Me gusta obedecer a mi cuerpo, y a las señales que me envía. Es mi termómetro que me va marcando los tiempos de estadía en cada lugar. Y ya era hora de movilizarse y buscar nuevos caminos. La “experiencia Río” había sido un éxito. Habíamos hecho de todo, y aunque es verdad que siempre quedan cosas pendientes, nos sentíamos conformes. Ese invierno en Río de Janeiro quedará grabado en mi memoria.

Lavamos la máquina y a la ruta de nuevo.
Un clásico de Brasil, los puestos de banana al costado de la ruta.

A fines de agosto, luego de conducir 1400 km desde Río de Janeiro hasta Dionisio Cerqueira, en el estado de Santa Catarina, llegué a la frontera con Misiones, Argentina. No es la misma sensación manejar alejándote de casa, que acercándote. Yo disfruto de las dos. Alguna vez escuché por ahí que uno viaja para después volver. Sabias palabras. Aunque qué pasaría si no tenemos adónde volver. Creo que somos afortunados quienes viajamos de ida y vuelta. Conocí viajeros que no tienen la misma suerte. Su viaje es solo de ida. Algunos porque no tienen familia, o la tienen pero no se hablan. Otros viajan escapando, o tuvieron una vida que prefieren olvidar, y lo único que quieren es alejarse lo máximo de casa. Eso sí, hay una cosa que nos une por igual. Para todos viajar es una aventura extraordinaria. Los días se achatan y se equiparan, como en cuarentena. Pero no porque andemos colgados por la vida, si no porque saber qué día transcurre es lo menos importante. Lo que sí nos importa es que cualquiera sea el día, abriremos los ojos estando vivos, conectados con lo que nos rodea, sabiendo que somos afortunados por hacer lo que nos gusta. El resto queda reducido a la categoría de detalle, mayor o menor, pero detalle al fin.

Lennox se quedó en Arraial do Cabo un tiempo más, y después empezó a volver. A él también se le cumplían los seis meses en Brasil. Joaco, en cambio, tiene la residencia brasilera, de hasta 9 años. Él conectó con Gonza, un viajero de Buenos Aires que también vendía empanadas en Río. Un crack, buena persona y gran compañero. Los dos querían conocer Minas Gerais, uno de los estados más brasileros de Brasil, y hacia allí fueron, mientras yo pasaba mi última noche en uno de los países más maravillosos que me ha tocado conocer.

28 de agosto de 2019, en el pueblo fronterizo de Dionisio Cequeira. Pasé mi última noche, como no podía ser de otra manera, en la máquina.
Pisando suelo argentino. 29 de agosto de 2019. Bernardo de Irigoyen, Misiones.

Antes de cruzar a la Argentina me sentía raro. Una especie de alegría melancólica me estallaba en el corazón. Se me venían a la cabeza imágenes del viaje, personas que no sabía si volvería a ver, caras, muchas caras se me cruzaban. Sentimientos encontrados. Pero cuando el agente de aduana me devolvió el documento “bienvenido a la Argentina” y avancé con la máquina, esa nostalgia desapareció. Es difícil poner en palabras lo que uno siente cuando vuelve a su país después de 8 meses: 2 en Uruguay y casi 6 en Brasil. En ese tiempo pasaron muchas cosas. Esta crónica es solo un chispazo de luz en un capítulo de mi vida, en el que viví viajando. Sería absurdo querer abarcarlo todo, no podría.

Una de las cosas que más me impresionó es todo lo que te puede pasar en un día. Podés estar allá arriba, en lo más alto, dos minutos después pasa algo que te derrumba, y al rato pasa otra cosa que te vuelve a levantar. Uno va generando esos cambios, hasta donde puede. El viaje me daba lecciones a cada paso. Yo me daba cuenta de que no era el mismo que había salido de Villa Mercedes a Potrero de los Funes, muerto de miedo, pero dispuesto a todo. Lo que aprendí, las personas que conocí, no me las olvido más. Las personas hacen que los viajes sean inolvidables.

Cataratas del Iguazú, declarada una de las 7 maravillas modernas.
Garganta del Diablo, Cataratas del Iguazú. Misiones, Argentina.
Recibí la primavera en Misiones. Septiembre de 2019.
En la Feria del Libro de Encarnación (Paraguay) con Dalila y Hernán. Viajan vendiendo sus manualidades.
En el hostel Maiu Waui, de Encarnación (Paraguay). Fuimos por un finde y nos quedamos dos semanas. La buena vibra nos amontonaba.
La bondad del pueblo paraguayo me conmovió. En la foto con Fabián (periodista) y Antonia, me vio en la tele y me invitó a comer a su casa, solo porque dije que quería probar sopa paraguaya.
En los Esteros del Iberá (Corrientes), con Dali, Hernán, Paula y Pedro (chilenos). Uno de los lugares más inóspitos y aislados, con buena compañía.
Río Paraná. Paso de la Patria, Corrientes. De ahí a Resistencia (Chaco) y derecho a Santiago del Estero, y a Catamarca después. Crucé el país de este a oeste.
En Catamarca me esperaba mamá, mi prima Carla y la Negra, mi perra!! Fue un reencuentro muy lindo.
Después de unos días en la bella Catamarca, volví a casa. Quién sabe qué rutas y qué caminos me esperan.

¡¡Gracias por llegar hasta aquí!!

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